Vasco Woldhuis se fijó en la
joven griega nada más llegar al Côte de Sable, cuando él y su familia subían
por la teatral escalinata de mármol siguiendo a un valet camino de sus
habitaciones. Fue como el romper de una ola. Vestida con un conjunto de tenis
masculino, la joven pasó trotando escalinata abajo, segura y elástica,
desprendiendo un aroma que hirió a Vasco en el pecho y enturbió sus ojos
cansados por el largo viaje, primero en ferrocarril nocturno a Saint Tropez, y
luego, cuando el sol ya comenzaba a sangrar sobre la costa, en un Bentley con
chófer en el que su hermana se había mareado. Su timidez le impidió preguntarle
el nombre a la joven. Tuvo que ser ella la que un par de días más tarde se
acercara y le propusiera jugar un partido de tenis. Al día siguiente, mientras
los dos flotaban juntos en las cálidas aguas del Mediterráneo, Vasco Woldhuis
se dio cuenta de que se había enamorado por primera vez.
El mar era una flor líquida y
verde. Apenas soplaba el viento. La playa, que se extendía hasta el jardín
trasero del hotel, congregaba sobre su arena a una corte de bañistas políglota
y burguesa llegada de todos los rincones de Europa para extenderse bajo el
azulísimo cielo francés, sin inhibiciones, en un ritual solar colectivo que
borraba las fronteras impuestas por la nacionalidad.
Dominando la escena, se alzaba
un bosque de torrecillas, chapiteles modernistas y ventanas en el estilo de
Gaudí, de Horta o de Peksens. Era el Côte de Sable. El hotel le había sido
recomendado a meneer Woldhuis por el mismísimo meneer Philips, dueño de la
fábrica de bombillas y radios de Eindhoven donde el padre de Vasco ocupaba un
cargo directivo. Como buen holandés, Huub Woldhuis se preciaba de tener vista
de halcón para las oportunidades. Ahora, mientras su cuerpo blanquecino flotaba
junto a la figura caoba de Delia Constantinou, Vasco aprobó con satisfacción el
buen criterio de su padre.
No había otros bañistas en el
agua con ellos. Tan sólo unos botes pintados de azul salpicaban, aquí y allí,
la bahía, mientras que en la arena, la siempre vigilante institutriz de la
joven daba cabezadas frente a un lienzo con un paisaje a medio acabar. El sol
ardía en su punto más alto. Desde que entraron en el agua, Delia le había
estado hablando de su pasión por los caballos y los coches, de su desprecio por
el solfeo, y de esas opiniones sobre la libertad que tanta urgencia cobran a
los quince años. Pero Vasco apenas escuchaba. Su mente trataba de no volver una
y otra vez sobre esos dos brotes duros y constelados que se insinuaban bajo el
bañador de la joven. Era desconcertante. Delia tenía la fuerza del sol de mediodía. Su conversación irradiaba
luminosidad y, sin embargo, Vasco había entrado en un espacio mental de sombra.
Aquí, protegido por la penumbra, Vasco le quitaba el bañador a la joven y,
quebrando su inexperiencia, contemplaba por primera vez la obra de ese dolor
profundo y dulce, esa fuerza que rellena las aureolas infantiles colmándolas de
luz, volviéndolas deliciosamente pesadas y abundantes.
Las palabras de Delia le
sacaron de su aturdimiento.
—He pensado en contarme el
pelo, ¿sabes?
Al decir esto la joven aguantó
la respiración y se deslizó buceando entre las piernas de un Vasco horrorizado.
Tan sólo horas antes, observándola furtivamente en el desayuno, Vasco había
pensado que lo único que le faltaba a su belleza para ser completa, el último
detalle para rematar su dulzura, era dejar crecer ese cabello cortado a lo
garçon que bordeaba su rostro. En su mente fueron brotando argumentos para
disuadir a Delia, cuando esta rompió de nuevo la superficie del agua. Sus
labios mojados quedaron muy cerca de los de Vasco. Desde la orilla llegaban las
voces de los vendedores ambulantes; vestidos con raídos trajes de marinero y
una mano alrededor de sus bocas, anunciaban por la arena su mercancía de
mejillones, erizos de mar, o almendras tostadas.
—¿Por qué no ha venido tu
hermana a la playa? —preguntó Delia zambulléndose otra vez. Tenía el deje
travieso de una nutria—. Sólo se la ve en las comidas.
A Vasco todo lo relacionado con
su hermana mayor no le interesaba en esos momentos. Y menos después de su
crisis durante la primera noche en el Côte de Sable. Aún así, tratando de
imprimir indiferencia a sus palabras, Vasco explicó que Anna prefería pasar las
mañanas en el hotel, «trabajando en sus cartas».
Por un lado estaban las
epístolas inagotables que escribía a sus dos mejores amigas del internado de
Ginebra. (Una vez, gracias a una hoja de papel secante que Anna olvidó destruir
y que él leyó más tarde frente al espejo —las pálidas manchas de tinta sobre la
hoja formando palabras del revés—Vasco dedujo confusamente que su hermana y sus
amigas poseían ya cierta experiencia sobre el cuerpo humano, algo turbador en
realidad, aunque cómo habían obtenido tal conocimiento estando internas era un
misterio del todo opaco para él). Por otro lado estaban las barajas de Tarot.
Anna fabricaba sus propios naipes con cartulina de Bulgaria, pintando en
acuarela las figuras adivinadoras. Como ya iba siendo tradición, al comenzar el
curso vendería las barajas a sus propias amigas y a las nuevas alumnas del
internado. Sus padres, respondiendo a los comentarios de sus amistades,
aseguraban que no veían mal alguno en alentar el espíritu emprendedor de una
jovencita con inquietudes; en realidad, lo que esperaban era que esta afición
mantuviera a su hija alejada de los episodios nerviosos a los que era tan
proclive. Pero Vasco se guardó de compartir este detalle con su amiga.
—Vamos a verla —dijo Delia—.
Quiero que me lea el futuro.
—Se pone de mal humor cuando la
molestan.
Su advertencia cayó sobre la espuma; Delia ya estaba saliendo del agua. No le agradaba tener que regresar al hotel, pero incapaz de oponer resistencia, Vasco atravesó la arena llena de bañistas siguiendo a la joven. En sus piernas, en sus brazos, podía sentir esa pesadez que otorga una mañana entregado a la fuerza tremenda del agua. Con paso lento llegó hasta la hilera de casetas de madera que servían de vestidor y entró en la que su familia había alquilado. A falta de espejo para peinarse, Vasco se colocó una gorra sobre el pelo alborotado. Después, se acercó hasta el grupo de sillas donde su padre y otros hombres en traje de verano fumaban y discutían con los periódicos abiertos.
—Un colega estadounidense,
diplomático también —decía un escocés de poblada barba—, me asegura que Albert
Einstein ha sido elegido como el segundo hombre más extraordinario del año por
los estudiantes de Princeton.
—¿Quién ha sido el primero?
—Adolf Hitler, por supuesto.
—Ah, no me extraña señores
—dijo Huub Woldhuis limpiando con un pañuelo las lentes oscuras de sus
anteojos—. Hitler es un hombre excepcional.
El milagro que Alemania
necesitaba.Vasco puso una mano tímida en el hombro de su padre. Le dijo que
regresaba. Este asintió distraído y se apresuró a responder a un periodista
belga que había interpuesto una objeción.
—Se equivoca, mi buen amigo
—sonrió el padre de Vasco—. No habrá guerra. Salta a la vista que Herr Hitler
es un hombre de palabra. Si no, vamos a ver qué ocurre en Munich.
De camino al hotel, Delia le
quitó la gorra a Vasco y se la colocó sobre el pelo mojado. Se empujaron
riendo, se dieron la mano, echaron a correr. Impulsado por la energía del
juego, Vasco estuvo a punto de rozar el cuello de la joven con sus labios. Pero
en el fondo no se atrevía. Anhelaba las cosas dulces de este mundo con
decisión— a veces incluso con desamparo, pero en el fondo se reprochaba ser un
cobarde. La sombra fresca del jardín cubrió sus cuerpos.
A sus espaldas quedaron los
gritos de los vendedores y el rugido del mar.
Tal y como Vasco había
supuesto, Anna se encontraba en uno de los salones con su juego de acuarelas y
pinceles sobre la mesa. Pero no estaba pintando. Absorta, con la vista perdida
en un charco de luz de colores que se filtraba por la vidriera, Anna parecía
haber entrado en otro mundo. Qué distante era a veces, tan rubia, tan pálida,
tan seria, como los arcanos mayores de sus cartas o la luna glacial,
concentrada en esa veta melancólica que atravesaba su ser.
La joven griega rompió su
ensimismamiento. Vasco hizo las presentaciones: Delia se quitó la gorra de
Vasco con una floritura y al estrechar la mano de Anna le preguntó, como si
fueran amigas desde siempre, por qué había elegido un vestido de mangas largas
en un día tan caluroso.
—Siéntate aquí Delia, y háblame
de ti —dijo Anna con su francés delgado e impecable. De pronto, parecía
extrañamente animada.
—Prefiero que tú me hables de
mí —respondió Delia y señaló un mazo de cartas.
Y las cartas hablaron.
Una vez barajadas y cortadas
por Delia, Anna dio la vuelta a cinco naipes que puso sobre la mesa: La Emperatriz , La Sacerdotisa , El Loco,
Los Amantes y la Torre.
El corazón de Vasco se aceleró
al ver la penúltima carta.
—Hay muchas mujeres en tu vida
—comenzó Anna con los ojos fijos en los naipes—. Pero… aún falta la más
importante.
Si le hubieran preguntado,
Vasco hubiera dicho de forma rotunda que él no creía en la lectura de cartas—
el Tarot, como mucho, era un juego que las colegialas con un gusto por lo
truculento utilizaban para confesarse sus secretos las unas a las otras. Sin
embargo, aquello que su hermana acababa de decir tenía una sombra de verdad.
Delia (así se lo había contado en la playa) era la menor de cinco hermanas,
todas ellas ya con marido. Su madre había muerto de gripe española cuando Delia
aún no había cumplido los tres años; el señor Constantinou, un comerciante
textil de Tesalónica con negocios en Estambul, contrató entonces a una
institutriz francesa para que se encargara de la educación de su hija favorita.
Un poco más intrigado, Vasco
esperó a que su hermana hablara sobre la penúltima carta. En ella aparecían los
cuerpos desnudos de un hombre y una mujer besándose con fuerza.
En su lugar, Delia cogió la
mano de Anna y comenzó a repasar las líneas de la palma.
—Yo también sé algo sobre el
futuro y las personas. Mi bisabuela era una zíngara turca.
Delia acercó la mano a sus ojos
oscuros. Aquel gesto y la sensación helada que bajaba ahora por el estómago de
Vasco estaban relacionados. Casi de manera inevitable, el recuerdo de la última
crisis de su hermana acabó imponiéndose en su mente.
Fue el día que llegaron al
hotel. Anna había pasado la mañana pálida y sensible, como si fuera a ponerse a
llorar en cualquier momento. Cuando su padre hizo un comentario al respecto,
Anna aseguró que simplemente estaba cansada por el viaje. Pero esa noche, antes
de la cena, se encerró en el baño de su cuarto, y con el filo de un espejo que
había roto contra el grifo, se cortó varias veces en el antebrazo y en los muslos.
No era la primera vez que lo
hacía. Pero en esta ocasión fue Vasco quién la descubrió en ropa interior,
sentada sobre el suelo, con la mirada extraviada en la blancura infinita del
baño.
Ahora Delia estaba
peligrosamente cerca del brazo de su hermana. ¿Qué pensaría de ella si viera
esa filigrana de cicatrices todavía frescas bajo la manga del vestido? El
abismo y sus huellas. Pero en el fondo —Vasco estaba cada vez más seguro— eso
era lo que su hermana quería; sus episodios nerviosos no eran más que una forma
siniestra de llamar la atención, una manera de herir a sus padres por alguna
falta que nadie acababa de comprender.
—Aquí veo un peligro… un
peligro dulce e irreparable —estaba diciendo Delia—. Y te veo a ti en medio de
un aposento de techos altísimos, rodeada de hombres con sombrero y bastón y sin
ojos en el rostro.
Las dos muchachas se miraron en
silencio, unidas todavía por la mano que Delia sujetaba. Parecían hermanas. Al
contemplar su complicidad Vasco sintió ganas de estampar el vaso de los pinceles
contra el suelo— pero no fue él quien puso fin a la sesión adivinatoria.
Con la pesadez de un
transatlántico y un chal de seda inflándose a sus espaldas, la madre de Anna y
Vasco entró arrolladora en el salón. Venía fumando, y el humo de su cigarrillo
flotó hasta la mesa donde dos ancianas británicas la miraban con una mezcla de
curiosidad y desprecio. Alérgica al sol e incapaz de hablar más de dos palabras
en algo que no fuera holandés, se pasaba el día rodando por los salones y zonas
comunes del Côte del Sable, pasando revista a los demás huéspedes para luego
discutirlos con su marido, o leyendo novelas folletinescas en su habitación. Mevrouw Severine Woldhuis.
—¡Aquí estáis! Os he buscado
por todo el bienaventurado hotel. ¿Sabéis lo tarde que es? Subid a cambiaros
para el almuerzo. Anna, querida, tienes más ojeras ahora que esta mañana en el
desayuno.
—Y tú, Severine, estás más
gorda ahora que en el desayuno.
—¡Anna! ¿Cómo le dices eso a tu
pobre madre? —pero el enfado de mevrouw
Woldhuis era fingido—. Al contrario yo me veo más joven. ¿No notáis nada nuevo?
El peluquero de este sitio hace maravillas. Vasco, preséntame a tu amigo.
—Se llama Delia —dijo Anna con
lo que parecía perverso placer.
—¡Oh! Así sentada a contraluz y
con esa gorra pensé que… Enchanté, Delia. Veo que os habéis estado divirtiendo.
¡Qué envidia me dais! Me niego a creer en este calor tan primitivo que hace.
La voz de mevrouw Woldhuis era una tromba de palabras repiqueteando sobre un
tejado de zinc. La joven griega la miraba como si estuviera midiendo fuerzas
con un adversario; Anna, por su parte, escribía ahora con una estilográfica en
el dorso de una carta. Sólo Vasco parecía estar prestando algo atención.
—A pesar de estar en esa silla
de ruedas y de su aspecto enfermizo es un enamorado de la vida, os lo aseguro,
¡un positivista en toda regla! —Severine hablaba de Herr Salzmann, uno de los
huéspedes con el que había pasado la mañana en la terraza del hotel—. Lo sabe
todo sobre vinos franceses y me ha hecho probar por lo menos siete clases
distintas. ¡Siete! Imaginaros. Un perfecto caballero, con todo lo que se diga—
por supuesto no me he enterado de casi nada de lo que me estaba contando. El
holandés y el alemán no se parecen y no me importa lo que vuestro padre opine
al respecto. Cuando ya me despedía Herr Salzmann se ha puesto a hablar de la
luna. ¡Der Mond! ¡Der Vollmond! Qué hombre tan gracioso.
—El eclipse —dijo Vasco en
francés—. Lo leí en el periódico el día que…
—¿No os habéis fijado en el
color que tenía la luna anoche? —preguntó Delia.
—Roja —contestó Anna—. Como si
un incendio estuviera arrasando sus llanuras de piedra.
—Niños —interrumpió mevrouw Woldhuis; odiaba ser excluida de
las conversaciones de los demás—. Subid a vuestras habitaciones a cambiaros.
Vasco ¿dónde está tu padre? Enchanté Delia, enchanté.
Y con su chal inflándose como
la vela mayor de un buque, Severine Woldhuis abandonó la sala.
—Toma. Es para ti —dijo Anna
poniendo la baraja de Tarot en las manos de la joven griega.
—Siempre he querido tener una.
Vasco no prestó atención a lo
que estaba ocurriendo. Su mente estaba en otra parte. Pensaba en la carta de
Los Amantes y en sus hermosos cuerpos desnudos.
La luz del sur abrasando las
dunas. Los cruces furtivos de miradas en el comedor. Partidos de tenis.
Mediodías de agua. La humedad de las tardes como una mujer masajeando las
sienes de los huéspedes. El jardín oscuro con su olor a bosque. Las trompetas
que hincan su acento de jazz en las noches de baile. Todo en el Côte de Sable
se prestaba para que la amistad entre Vasco y Delia echara raíces. También
influían en Anna que parecía más alegre, menos retraída, con una sonrisa leve
siempre a punto de atrapar sus labios.
Pero Vasco era consciente de
que el tiempo pasa. Pasa y lo hace de manera imperdonable. Aún tardaría en
llegar, aún era un horizonte lejano, pero cada vez que pensaba en el fin del
mes de vacaciones (una fecha que proclamaba la vuelta a los cielos lluviosos
del norte de Europa, a las aulas frías, a las cenas en el salón apagado de su casa),
Vasco sentía una angustia que arruinaba el placer del helado que estuviera
disfrutando, o el cosquilleo que le inundaba al hacer reír a Delia. ¿Cuándo se
atrevería a dejar de ser un crío? ¿Tendría que esperar mucho hasta que se
presentara la ocasión, el momento de cogerla de la mano y atraerla hacia sí?
Vasco le tenía miedo a la respuesta. Noche tras noche volvía a su cuarto
reprochándose su cobardía, y su felicidad se desmoronaba.
Curiosamente, este era un
sentimiento opuesto al que sentía en la cama instantes después: nada más entrar
en la reverberación húmeda del sueño, su cuerpo era invadido por imágenes
extremas y deliciosas. Delia tumbada en el asiento de cuero de un Bentley, el
conjunto de tenis y su ropa interior arrugadas en el suelo del coche. Sus
pechos pequeños y firmes en la mano de Vasco. Sus labios con sabor a sal. Esa
sombra de vello creciendo entre sus piernas que Vasco acariciaba con todo el
cuidado del mundo.
Por la mañana despertaba rígido
y atravesado por un dolor hormigueante. Y antes de dejar el calor pegajoso de
las sábanas se hacía la misma promesa que quedaba siempre incumplida: hoy sería
el día. Hoy mediría sus fuerzas con Delia Constantinou.
Su padre discutía a voces con
el anciano de la silla de ruedas cuando a Vasco se le ocurrió la idea de
alquilar las bicicletas. Los tres estaban sentados en la terraza del hotel— de
hecho, había sido Ephraim Salzmann quien invitara a padre e hijo a unirse a su
mesa. El día había amanecido con nubes. Apenas había bañistas en el mar revuelto.
Cuando la conversación llegó al tema de la política, Huub Woldhuis felicitó al
anciano vienés por la unión de Austria con Alemania.
—Muy señor mío —respondió
Salzmann con una voz de pronto gélida—, el día en que el coche de Hitler entró
en Braunau eché al cierre a mi periódico, hice las maletas y salí de Viena. Y
no pienso volver mientras la escoria nazi siga allí.
Lo que Huub Woldhuis dijo a
continuación enfureció al anciano e, irremediablemente, estalló la pelea. Con
la mayor discreción posible Vasco abandonó la terraza. Tras conseguir permiso y
unos cuantos francos de su madre para alquilar las bicicletas, Vasco invitó a
Delia a dar un paseo antes de cenar. Ojalá mejore el tiempo, pensó. Pero en el
fondo poco le importaban las nubes. Quería estar a solas con Delia, alejarla de
las miradas indiscretas del hotel y, rodeados por la tarde marítima al pie de
algún faro o al final de una escollera, atraerla contra su cuerpo y volverse
por fin un hombre.
En el último momento sin
embargo se les añadió Anna. Aunque Vasco sospechaba que se trataba de una
maniobra de su madre, tener que sufrir a Anna como carabina le enfureció tanto
que apenas se alegró al ver a Delia. Tampoco dijo nada al darse cuenta de que
venía vestida con pantalones cortos, tirantes y una camisa de cuadros que le
quedaba grande.
—Pareces un vendedor de
periódicos —dijo Anna—. ¿De dónde has sacado esa ropa?
—Es lo más cómodo para montar
en bicicleta ¿no crees?
Por decisión de Delia, los tres
subieron una colina desde la que se divisaba Saint Tropez y la masa plomiza y
revuelta del mar. Un viento fuerte, con olor a tierra mojada, azotaba la costa
soplando en dirección contraria a los ciclistas; pedalear se volvió un
suplicio. Al pie de la colina, los campos de amapola parecía imitar el movimiento
de la marea; barridas por la fuerza del aire, las cabezas rojas de las flores
se ondulaban como crestas de un océano oxidado.
En la cima, agotados por el
esfuerzo y con la piel encogida por el frío, los tres se tumbaron sobre la
hierba, hombro con hombro. Los enormes nubarrones tenían ahora el mismo color
que un plato de ostras, pensó Vasco.
—Oléis igual. Los dos —dijo de
pronto Delia. La joven hundió su nariz en el cuello de Anna y después en el de
él—. Leche tibia con azúcar y galletas.
Niños buenos del norte que se
van pronto a la cama.
Sentir los labios de Delia tan
cerca de su cuello estremeció a Vasco. El enfado aflojó un poco su nudo. Quizás
queriendo dejarles un espacio de intimidad, su hermana parecía haber entrado en
uno de sus mundos interiores, lejos de la colina y del cielo gris.
—Mi padre ha leído en el
periódico que un eclipse como el de mañana no se va a repetir en cincuenta
años. ¿Os imagináis dónde estaremos entonces?
Al decir esto Delia hizo una
mueca que transformó su rostro en el de una mujer anciana. Vasco se echó a reír
pero entonces, un gran trueno hizo retumbar la tierra y a los pocos minutos se
desató una tromba de agua.
Llegaron al hotel empapados.
Pero a Vasco no le importó. Una nueva tranquilidad comenzaba a extenderse por
sus venas; ahora estaba claro; mañana por la noche, en la playa, durante el
eclipse de luna, llegaría su momento.
El fenómeno astronómico dominó
las conversaciones de todos los huéspedes al día siguiente. Durante la cena,
meneer Woldhuis sugirió a su mujer llevar unos cocktails a la playa y observar
desde allí el eclipse.
—¿Puede venir Delia con
nosotros? —preguntó Vasco.
—No me gusta que paséis tanto
tiempo con esa niña —dijo Severine Woldhuis—. Más que una señorita parece un
potro salvaje. Anna, querida, haz el favor de no hacer tanto ruido con los
cubiertos.
Anna tragó despacio, bebió de
su copa llena de agua y se rozó los labios con la servilleta. Su contestación,
pronunciada con la más exquisita compostura, conmocionó a los otros tres
miembros de la familia Woldhuis. ¿De dónde venía ese estallido de suciedad y
rebeldía? Sus padres tenían una sonrisa helada en los labios, como si no
hubieran escuchado bien; pero Vasco enrojeció con violencia al pensar en el
lugar donde Anna le había dicho a su madre que podía meterse el tenedor y el
cuchillo.
—Anna —dijo meneer Woldhuis—
sube inmediatamente a tu habitación. ¡Ahora!
Temiendo una nueva crisis,
Severine obligó a Vasco a quedarse en la habitación con Anna hasta que ellos
volvieran de ver el eclipse. Este accedió a regañadientes pero no estaba
dispuesto a dejar que su hermana le arruinara la noche.
—No te tienes que preocupar por
mí —contestó Anna irritada cuando Vasco comenzó a quejarse—. No voy a hacer
nada. Puedes irte tranquilo. ¡Vete! Quiero estar sola.
Y diciendo esto lo empujó fuera
del cuarto y echó el pestillo de la puerta. Una mezcla de anticipación y de
nervios llenó a Vasco cuando salió del hotel. Hacía buena noche. La playa
estaba abarrotada por familias de huéspedes y gente del pueblo que observaban
cómo un párpado de oscuridad comenzaba ya a cubrir el ojo de la luna.
Vasco comenzó a buscar con la
mirada ansiosa a Delia. Justo en el momento en que un susurro de admiración
sacudió a la multitud (el disco lunar había quedado completamente a oscuras),
Vasco reparó en una figura con vestido blanco que entraba en una de las casetas
de madera que había al final de la playa. Era Delia.
Se dirigió hacia allí y por su
mente pasaron las imágenes que en ocasiones le asaltaban en sueños, el recuerdo
de la joven en la escalinata, las horas flotando juntos en el mar, tantas cosas
bellas contenidas en la promesa del verano.
Ha llegado el momento, se dijo
Vasco. El corazón le golpeaba con fuerza. La oscuridad en el interior de la
caseta era total, pero aún así, no le fue difícil intuir el calor de Delia.
Agazapada en aquel recinto parecía estar esperándole.
—Hueles a leche tibia con
azúcar y galletas —se escuchó la voz de la joven—. Ven. Te he estado esperando.
Era imposible ver nada pero
Vasco sintió una mano que cogía la suya y tiraba suavemente. Iba a resultar más
fácil de lo que pensaba.
Suaves, unos labios se posaron
sobre su boca. Un fogonazo atravesó su cuerpo.
Y entonces, de improviso, el
momento se desvaneció. Delia se escabulló entre sus brazos. Con fuerza le
apartó de si, empujándolo contra los tablones de madera.
—¡Vasco! ¿Qué haces aquí?
La oscuridad de la caseta
pareció llenarse entonces con todos los sonidos de la noche: el murmullo de la
multitud, el crujir de la arena bajo un par de botas, la exhalación del mar y,
por encima de todo, el tambor de sus dos respiraciones que crecían en aquel
espacio reducido, ocupándolo todo, consumiendo el oxígeno, volviendo la
oscuridad opresiva.
Vasco sintió casi un instante
fugaz de alivio cuando Delia abrió la puerta de la caseta y salió corriendo,
sin decir palabra. La brisa salada de la noche irrumpió entonces en la
oscuridad del vestuario y se condensó en sus ojos.
Sobre la arena, los huéspedes
del hotel continuaban con la mirada vuelta hacia arriba. Una corona de débil
fuego blanco rodeaba como un halo el agujero de sombra proyectado por la Tierra. El sol
invisible, la luna y el planeta humano: tres cuerpos alineados con sincronía
inquietante.
Si lo ocurrido con la joven no
hubiera dejado a Vasco tan confuso como humillado, si aquel sentimiento que le
oprimía el estómago no estuviera ahí, puede que Vasco se hubiera unido a la
multitud en la playa, alzado también sus ojos a la bóveda ciega («Los eclipses
borran por unos instantes el destino escrito en las cartas», recordó con ironía
las palabras de su hermana) y, junto al resto de espectadores, su agitación
habría terminado por calmarse. Pero aquel beso fugaz, cortado de raíz en su
momento más dulce necesitaba ser compartido.
Por eso Vasco buscó a su hermana.
La imaginó en el balcón del su cuarto, sumida en uno de sus momentos de
melancolía, oculta para el mundo igual que el satélite lunar. Y recordó que
ella debía conocer sin duda el funcionamiento de estas cosas, ella podría
explicarle en qué se había equivocado. Una idea insistía mientras se dirigía
hacia su habitación. Quizás no todo estaba perdido. Quizás Anna podría
aconsejarle, revelarle las palabras que hay que decirle a una mujer para
abrirla por dentro.
Movido por una nueva esperanza
Vasco echó a correr. En la terraza del jardín encontró pequeños grupos de camareros,
cocineras y criadas contemplando el eclipse, pero el comedor y el vestíbulo de
la recepción estaban vacíos. Detrás del mostrador se encontraba el casillero de
las llaves: Vasco cogió la llave de su hermana y de dos en dos subió los
peldaños de la escalera. Casi sin resuello llegó hasta el pasillo de la tercera
planta.
Vasco irrumpió en el cuarto sin
llamar. Lo que vio entonces desgarró la raíz de su urgencia, frenándolo,
volviéndole rígido.
Aún tuvieron que pasar unos
instantes para que la imagen que se descargaba sobre su retina cobrara sentido
en el cerebro. ¿Aquello podía ser verdad? De rodillas en la cama, con la parte
delantera del camisón abierta y la cascada rubia cayendo sobre los hombros,
estaba su hermana besándose en los labios con la joven griega. Piel pálida
contra piel caoba. Delia y su hermana.
Las dos al borde de la edad
adulta, expuestas, desencadenadas, ajenas a toda vergüenza como una entraña
emancipada del cuerpo en congreso íntimo consigo misma, lavada por el mercurio
de la lámpara de noche y un deseo impronunciable almacenado en la humedad de
los sueños, besándose (una boca fundiéndose en la otra boca) como los amantes
en la carta de Tarot.
Un espasmo sacudió a Vasco. De
golpe la imagen se deshizo y entonces el significado de lo que acababa de ver
asestó su hachazo. La joven griega se separó con agilidad de Anna, fue hasta el
balcón y desapareció de un salto en la oscuridad más allá de la barandilla.
Alarmado, Vasco se arrojó tras ella. Pero cuando se asomó al balcón pudo ver la
figura segura y elástica de la joven destrepando un camino ensayado muchas
veces por la cornisa y los salientes de la fachada del hotel.
Sobre la cama, teñida por el
rubor de la lámpara de noche, permanecía su hermana. La expresión de placer y
abandono que unos instantes antes alumbrara su rostro había desaparecido por
completo. En su lugar, una dureza mineral no perdía de vista a Vasco que,
confuso, se aferraba a las cortinas.
¿Por eso le había rechazado
Delia? ¿Durante todas las vacaciones no había hecho más que el payaso entonces?
El dolor que sentía, ese arañazo que le estaba desgarrando por dentro no podía
quedar sin explicación. Sobre todo, no podía quedar sin castigo.
Vasco salió corriendo del
cuarto. Ahora estaba cada vez más seguro de que detrás de lo que acababa de
ocurrir se revolvía una perversidad sin nombre, un horror que profanaba los
vínculos de la sangre y la naturaleza. A sus espaldas, más allá de la ventana
abierta, se podía ver un filamento como el borde de una uña helada comenzando a
herir las tinieblas.
Al día siguiente la familia
Woldhuis terminó abruptamente sus estancia en el Côte de Sable. Regresaban a
Eindhoven. La noche anterior los huéspedes de la tercera planta habían podido
escuchar, hasta bien pasada la medianoche,
los gritos afónicos de meneer Woldhuis encerrado en la habitación de su hija.
Como nadie entendía holandés
nunca se supo qué mal había caído sobre la familia. Pálidos y silenciosos
abandonaron el hotel al amanecer y Vasco, dueño de una herida invisible que ya
no habría de abandonarle, pensó mientras bajaba arrastrando su maleta por la
escalinata de mármol en la joven de Tesalónica.
De vuelta a casa se veía
incapaz de dirigirle la palabra a su hermana. Pero la situación no duró mucho.
Poco tiempo después de que meneer Woldhuis escribiera una carta enfurecida al
internado exigiendo explicaciones y anunciando que su hija no iba a
matricularse en el próximo curso, Anna desapareció. La policía la encontró
semanas después viviendo en una pensión en el puerto de Rotterdam con una
prostituta dos años mayor que ella. Aquello sólo sirvió para acelerar el final.
En consulta con un eminente psiquiatra, Huub y Severine Woldhuis decidieron
internar a Anna en un sanatorio a las afueras de Nijmegen, reputado por tratar
con éxito el tipo de desorden del que sufría su hija. Allí permaneció casi un
año, sin recibir apenas visitas.
Una mañana de septiembre Anna
se abrió las venas.
Vasco nunca lo olvidaría. Ese
mismo día, antes del amanecer, Hitler invadió Polonia.
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