Quién te mandaría estudiar filología, de qué te vale eso en este
momento. Mírate ahora, contemplando con expresión de admiración pero también de
rencor el enorme esqueleto del edificio, una especie de monstruo fabuloso de ávidos
ojos compuestos que parece a punto de devorarte. La triste paradoja es que
estás ahí abajo, a sus pies, con el intenso anhelo de ser engullido por él, de
fatigar las tripas de sus escaleras desnudas, de trepar por los huesos de sus
andamios, de danzar en fin entre los colosales garfios de las grúas igual que
ves hacer allá arriba a aquellos otros hombres, semidioses de las vigas y el
acero.
No
es sólo que los envidies por el mero hecho de disfrutar de un trabajo de héroes
en estos tiempos infaustos de mediocridad y miseria sino sobre todo por la
naturalidad con que aparentemente se desempeñan en el mismo. Lo cierto es que
tú deseas encontrarte allí en lo alto con ellos tanto como temes que tu
ineptitud para ese empleo quede en evidencia. Es ahí donde sospechas que todos
tus saberes filológicos, toda tu erudición muerta, aquellos autores que
estudiaste, extintos y remotos, enterrados por los siglos, no solamente
resultarían inútiles sino incluso nocivos. Y que además todo el mundo se daría
cuenta. No tardarían en aparecer las primeras dudas, las insinuaciones y los
sarcasmos: ¿Qué hace un filólogo levantando el armazón de un rascacielos? ¿Es
que no hay nadie mejor para esta tarea de titanes?
Sin
embargo, todo eso no hace que desees menos conseguir ese empleo. Lo necesitas.
Nora ha empezado a impacientarse. De hecho ha sido ella la primera que ha
sugerido la inutilidad de la filología. “La estupidez de esa elección”, ha
dicho. La verdad es que no estás seguro de a qué se ha podido referir. Quieres
creer que lamenta el día en que elegiste
esos estudios contra el parecer de tu padre, quien habría preferido que, como
unigénito, fueses su sucesor en el negocio familiar de ferretería ahora en
manos de otros con menos ínfulas que tú. Quién iba a pensar que aceptar aquel
humilde almacén de muelles y tuercas era heredar un reino. Ahora, cuando la
miseria llama a tu puerta, piensas que tal vez, al renunciar a aquello,
cometiste uno de los mayores errores de tu vida.
Sin
embargo, algunas veces has temido que Nora esté hablando en realidad de su
propia estupidez al preferirte. Tal vez deplore así el error de haber
consentido irse a vivir contigo. No es que hayan faltado en vuestra relación
momentos dichosos, o al menos barruntos de esperanza aunque ésta haya luego resultado
infundada. Recuerdas los días en que paseabais por el parque proyectando un
futuro que tendría que haberse asemejado a ese edificio que ahora tienes ante
ti, un cuerpo que crece afianzado en sus sólidos cimientos, y no a esa especie
de ansiedad que te hace aguardar ahí abajo no sabes todavía bien qué. O tal vez
sí lo sabes, tal vez lo has sabido siempre, aunque se haya hecho evidente luego
de que hayas visto precipitarse al primer obrero. Ha caído lejos, junto al
depósito de fuel, pero te diriges hacia allí sin pensar. Te acercas al cuerpo.
Te da la impresión de que el hombre sonríe estúpidamente, de que incluso
quisiera hablar. Pero es imposible. No te fijas en más detalles porque los ojos
se te nublan de pronto y ya no ves nada más. Sólo escuchas unos pasos, voces
que se interrogan, pero parecen proceder del interior de uno de esos bidones
que usan los trabajadores para calentarse las manos en invierno.
De
pronto recuerdas qué estás haciendo allí y sales corriendo hacia el contenedor
que hace las veces de oficina de contratación. Corres pero no vas solo. A tu
lado escuchas pasos ansiosos, zapatos que baten la tierra con énfasis. No
quieres mirar. Y una respiración afanosa, rítmica. No quieres mirar. No puedes
olvidar el rostro del precipitado, su sonrisa sin motivo. Alcanzas los primeros
escalones de metal que suben a la plataforma del contenedor. No quieres mirar
pero sabes que el otro o los otros se han rendido cuando dejas de sentir su
aliento. Ahora llevas la cabeza alta, enseña de un orgullo triste. Ves el cielo
de repente: amenaza lluvia. Subes. La certeza de tu triunfo te proporciona un
poco de serenidad pero al mismo tiempo el corazón te salta en la jaula del
pecho, sube por tu garganta. La puerta está sólo medio abierta, la luz
encendida, siempre encendida para iluminar el estrecho cajón convertido en
oficina. Apenas unos metros te separan del umbral, apenas unos segundos para
dejar atrás la vida rastrera y paciente de observador. Nora estará contenta.
Pero pasa algo. Una sombra cubre poco a poco la brecha de luz de la puerta
entreabierta, alguien se acerca, lo ves, ya lo estás viendo: un hombre abre del
todo la puerta y sonríe. Sale. Lleva un papel en la mano que blande ante tus
ojos. Ves el sello de la empresa, la rúbrica del contrato, el cartel, la puerta
que se cierra…
Al
día siguiente estás otra vez allí. Esperando, contemplando. Recuerdas la bronca
con Nora la noche anterior, sus reproches francos, ciertas insinuaciones que
todavía no se atreve a aclarar. Has querido explicarle lo que pasó, decirle que
hiciste todo lo que estuvo en tu mano, que otro se te adelantó por poco, pero
aceptas que tal vez no le falte razón para estar enfadada: con su salario no os
llega. Apenas el sueldo mínimo y el máximo horario limpiando oficinas en el
centro de la ciudad. Lo cierto es que ella también debió de equivocarse un día
porque en un cajón de la cómoda reposa un título de psicología que nunca ha
podido utilizar, pero al menos ella sí tiene empleo. “Qué estupidez de
elección”, repite siempre. Nunca sabrás por qué lo dice. No te atreves a
preguntarle.
A
veces piensas que estás ahí, junto a ese edificio y no otro, sólo porque está
lejos de tu casa. La distancia te serena un poco, quizá hasta te consuele, no
sabes por qué. Pero se trata de una distancia extraña porque es algo más que
física. No se mide en kilómetros ni se recorre en vehículo. Es más bien una
distancia cordial, la sensación en fin de que cada día estás más lejos del
corazón de Nora.
Ahora
has sacado un cigarrillo y fumas con parsimonia pensando en estas cosas. Falsa
templanza: descubres que te tiembla la mano en la que sostienes el tabaco y que
la otra se debate en el interior de tu bolsillo como si fuese un conejo
atrapado en un saco. Miras hacia arriba: otra vez parece a punto de llover. Entonces
ves desplomarse a otro obrero.
Ha
caído mucho más cerca que el anterior, con una lentitud hipnótica, aunque de
forma inexplicable la caída se ha acelerado en los últimos metros. Esta vez has
podido verlo bien: ha pasado ante tu retina como la tira de imágenes de un
cinematógrafo antiguo, como esos monigotes que dibujabas de niño en el borde de
las páginas de un cuaderno que luego hojeabas deprisa para que las figuras
cobraran movimiento. Y después el ruido. El pobre hombre no ha dicho nada, no
se ha lamentado ni mucho menos ha gritado. Era como si supiera que eso era lo
que tenía que pasar. Pero su cuerpo sí ha sonado. Nunca has oído nada igual.
Intentas compararlo con algún otro sonido conocido para aliviar un poco el
espanto, pero no eres capaz. Es un ruido definitivo, de cosas que se desordenan
para siempre. Afortunadamente esta vez no lo ves en el suelo porque unos sacos
de cemento te lo impiden. Ves correr a algunos trabajadores con las manos en la
cabeza, escuchas sus lamentos. Otros obreros se asoman allá en lo alto. Aunque
están muy lejos, jurarías que la expresión de estos es de indiferencia. Alguien
habla ahora junto al cadáver pero tú ya no puedes oír lo que dice porque corres
de nuevo a la oficina.
Esta
vez has reaccionado más deprisa, no te has dejado seducir por el deseo de ver
el cuerpo estrellado en el asfalto, su sonrisa falsa, su mudo canto de sirena.
Eso hacen los muertos, piensas mientras corres hacia el contenedor: nos atraen
con esa inmovilidad presuntuosa y perfecta, quizá quieren que nos parezcamos a
ellos. Pero ahora no puedes perder tiempo. Ya ves la oficina. En esta ocasión
nadie compite contigo, vas solo, incluso te permites ralentizar la carrera,
llegas caminando hasta la escalerilla metálica. Levantas de nuevo la cabeza,
como la otra vez. Pronto lloverá, no hay duda. El cielo lleva todos estos días
amenazando con arrojar algo pesado y sucio. Te subes entonces el cuello de la
chaqueta y bajas la vista pero sólo para descubrir que la puerta está cerrada.
Y el cartel que ya conoces: “Plantilla completa. Hasta nuevas necesidades del
servicio, no se admiten trabajadores”.
No
sabes cómo ha podido pasar si todo ha ocurrido tan deprisa, cómo has podido
llegar tarde si no has visto a nadie delante de ti, pero los días siguientes
entiendes una cosa: no estás solo en tu vigilia de precipitados. Hay muchos
otros que a lo largo del perímetro del edificio parecen aguardar lo mismo que
tú: que caiga un obrero. Lo has descubierto por aburrimiento. Has dado un paseo
alrededor del edificio, cansado de esperar, buscando nuevos ángulos de visión,
diferentes puntos de fuga, y has ido encontrando a esos otros observadores
apostados entre los montones de arena, las hormigoneras y las garitas para
vestirse y guardar material. Son muy parecidos a ti. Fuman, hablan solos, se
ponen la cabeza entre las manos. Uno incluso, junto a la caseta de las
herramientas, te saluda alzando las cejas tras los cristales de sus gafas
redondas en un gesto de complicidad. Tal vez a ellos también los esperan en
casa, tal vez ellos tampoco quieren regresar demasiado temprano.
Al
final, vuelves a tu sitio. Lo llamas así: “mi sitio”. Has descubierto que
tienes un sitio que los demás respetan, y a cambio ellos sólo piden ser
igualmente respetados. Por eso, cuando ha caído ese obrero al otro lado del
edificio, no has hecho nada. Has sabido que aquel cadáver le pertenecía al
sujeto de la chaqueta gastada de cuadros que siempre espera junto a los
retretes portátiles y que el trabajo debía ser para él. Te consuelas: sólo
tienes que dar tiempo a que caiga tu obrero, que lo haga a tus pies, y el
trabajo será tuyo.
Entretienes
la espera fumando, recorriendo en círculo los pocos metros cuadrados de tu
demarcación imaginaria, mirando el cielo. Sigue sin llover, aunque es muy
posible que lo haga pronto. Las nubes tienen ahora el color del hormigón fresco
y parecen suspendidas por grúas que las transportan muy despacio desde la
ciudad. Quizá allí esté lloviendo ya. Nora debe de estar saliendo ahora de su
trabajo. La imaginas bajo su paraguas en dirección a vuestra casa, arrastrando
los pies como hace últimamente. Debe de ser el cansancio de su jornada laboral,
la edad, la desesperanza. Antes no era así, cuando la conociste. Piensas: Ojalá
hoy esté de buenas. No como ayer. Pero es que ayer tenía motivos. Lo que
sucedió ayer lo cambia todo. “Estoy embarazada”, te ha dicho. No estaba alegre,
eso lo has notado enseguida. Más que darte una noticia dichosa parecía que
comunicara el parte de un accidente. Lo cierto es que tú sólo has podido pensar
entonces en una cosa: necesitas el empleo más que nunca.
Con
esta idea en la cabeza, tus convicciones empiezan a flaquear: de repente serías
capaz de arrebatarle el muerto a cualquiera. De hecho, has visto precipitarse a
un obrero en la cara sur del edificio y has dudado si salir corriendo a la
oficina de contratación, justo cuando otro trabajador ha caído delante de ti.
Éste es tuyo. Ahora no puedes dudar: corres, corres, corres. Llegas al barracón
con la boca abierta y la lengua fuera, intentando atrapar la más mínima ración
de aire que puedas para que tus pulmones se ventilen. La sangre te golpea en
las sienes, en las órbitas de los ojos. Afortunadamente la puerta está abierta
y la luz encendida, como siempre, en pleno día. Hay un hombre sentado
cómodamente tras una mesa. Es un individuo grueso que da la impresión de vivir
ahí. Tiene a su lado una botella y un par de vasos sucios. Y un cenicero lleno
de colillas. Te recibe con una sonrisa tras el cigarrillo encendido en sus
labios. Pareciera que te estuviera esperando. De hecho, tiene preparado un
papel sobre la mesa que empuja hacia ti tan pronto te ve entrar. Y una pluma.
Por un instante tienes una sensación agridulce. No, no es por el cadáver que te
va a proporcionar ese trabajo. Por el obrero que ha caído sólo sientes
agradecimiento. Es lo menos que puedes hacer. Piensas en la manera en que están
siendo tratados los precipitados. Al principio todo eran lamentos y palabras de
desconsuelo ante el cadáver todavía caliente, sobre todo por parte de sus
compañeros, que, luego de haberlo visto caer, se arracimaban a su alrededor e
improvisaban allí mismo una suerte de honras fúnebres. Pero los capataces lo
han prohibido enseguida. Han dicho que se perdía demasiado tiempo, que total
qué se podía hacer ya. Por eso te permites ese breve segundo de homenaje
callado hacia tu precipitado antes de firmar el contrato. Es entonces cuando
llega uno de esos capataces. Precisamente. Lleva sobre su hinchada barriga un
bonito cinturón de cuero con herramientas y entra sin llamar. Se sirve de la botella en uno de los dos
vasos sucios, bebe y después se limpia la boca. Te mira y sonríe. Te quita de
las manos el papel que acabas de firmar. El gerente lo mira a él con los ojos
entrecerrados, dejando que el humo de su cigarrillo le vele los rasgos de la
cara. “No va a hacer falta”, dice el capataz. El gerente da entonces una
palmada de alegría. El capataz le explica al gerente que el último precipitado
no ha muerto. Sólo tiene las piernas rotas, tal vez el cuello. Puede quedar
inválido pero ha podido hablar y dice que quiere seguir trabajando.
Naturalmente, cobrará una cuarta parte de lo que cobraba pero hará su trabajo.
El gerente y el capataz hablan sin mirarte. Es como si no estuvieras ahí. Ves
al gerente romper en dos partes, y luego en cuatro, y luego tirar a su papelera
el documento de tu contrato mientras sales por la puerta. La cierras por fuera.
El cartel se ha caído al suelo. Lo cuelgas en el clavo: “Plantilla completa…”.
Miras el cielo. Pronto lloverá.
Hoy
no te apetece seguir ahí afuera esperando, pero es demasiado pronto para volver
a casa, así que empiezas a andar en dirección a la ciudad hasta que encuentras
un bar. Pides un café y miras la televisión. Las cosas están mejorando, dice
alguien en la pantalla. La bolsa sube, el dinero cambia de mano, los dos
equipos de la ciudad se enfrentarán el sábado en un partido decisivo. Poco a
poco el local empieza a llenarse de gente. Son los obreros. Así que aquí es
donde se reúnen después del trabajo… Llegan sucios, despeinados, con el rostro
curtido por el aire que sopla allá arriba en el edificio. Algunos llevan sus
cinturones de herramientas ahora sin herramientas. No hablan demasiado. A pesar
de todo, no puedes evitar envidiarlos. Los envidias tanto que sientes un
profundo dolor en el pecho. Y ganas de llorar. Tienes que salir del bar.
Ya
en casa, Nora parece más contenta que otras veces pero luego llora toda la
noche abrazada a ti. Piensas en un náufrago abrazado a un madero. Un madero
enmohecido por la humedad. Tú no puedes dormir. Te levantas de la cama mucho
antes que ningún día. Aún no ha salido el sol pero te vistes en silencio y te
encaminas a pie hasta el edificio. Por el camino te detienes en el bar de los
trabajadores. Ya están ahí, bebiendo café y escuchando en silencio las noticias
en el televisor. Te acercas a uno de ellos, a cualquiera. Es un muchacho joven.
Ojalá no tenga una familia, una mujer que espere un hijo. Hablas con él como si
tú también trabajaras en el edificio. “Trabajo en la planta treinta y dos”, le
dices. “Mi mujer está embarazada”. “Enhorabuena”, te responde con indiferencia.
Le pagas el café. “Otro día me invitas tú, esto es lo normal entre compañeros,
¿no?”. Por un instante sientes que formas parte de aquello.
Es
la hora. Salís juntos del bar, llegáis al edificio. Miras a tu alrededor: ya
están ahí también los otros observadores, esperando, como cada día. No quieres
mirarlos, no quieres que te miren. Entras en el recinto de la obra junto al
obrero que has conocido en el bar. En silencio. Mirando al suelo. Nadie nota
nada. Ya estás dentro del esqueleto del monstruo. Encuentras un casco sobre
unos sacos de yeso, te lo pones en la cabeza con naturalidad. Por fin sientes
lo que se siente subiendo por sus escaleras en construcción, asomándote al
vacío de sus paredes todavía desnudas. El obrero llega entonces a su piso, a la
planta en la que desempeña su trabajo. Tú tendrías que seguir subiendo pero te
detienes. Dejas que los otros trabajadores pasen a tu lado, te entretienes
encendiendo un cigarrillo. De pronto estás solo en un rincón, observando
discretamente al muchacho. Alimenta una hormigonera con paladas de grava,
cemento y arena como un titán que luchara para crear el mundo de la nada.
Esperas. Miras al cielo, pero ahora desde una perspectiva diferente. Está muy
oscuro y parece que pudiera tocarse con una mano. Pasan unos minutos. Hay una
coreografía de obreros aplicándose a su tarea, pero, por fin, el muchacho se
queda solo. Entonces te acercas a él. Él te mira. Debe de preguntarse qué haces
ahí. No estás seguro. Lo único que sabes es que ese es un buen lugar. Lo has
estudiado bien y estás convencido de que ahí hay un punto ciego: nadie lo ve
caer, nadie puede saber que lo has empujado.
Con
una sensación de paz olvidada bajas enseguida las escaleras, fumando,
canturreando, dejas el casco donde lo habías encontrado y te diriges a la
oficina de contratación. Quitas el cartel de la puerta y entras. El gerente te
mira con desprecio. “Necesitan un trabajador”, le dices. Ahora te mira con
curiosidad. “Pregunte”, le señalas el teléfono. Estas muy sereno. “Ha caído
junto a la máquina excavadora”. El sujeto levanta el aparato y marca despacio
sin dejar de observarte. Pregunta, espera, asiente con la cabeza sin quitarse
la colilla de los labios y cuelga. Abre un cajón, saca un papel y lo empuja por
encima de la mesa. Ahora está sonriendo con sorna, mostrando los dientes, a
punto de reír, pero eso a ti te da igual. Lo que importa es que no tardarás en
estar ahí arriba de verdad, sin necesidad de fingir. Con una hermosa correa de
cuero llena de pesadas herramientas.
Quizá
por eso trabajas con entusiasmo desde el primer momento, sin descanso. No
necesitas que el capataz te sermonee. Eres feliz. Qué hermoso te parece ahora
contemplarlo todo desde ahí arriba. De
vez en cuando miras en dirección a la ciudad y te acuerdas de Nora, de tu hijo.
Estás deseando volver a casa para contárselo todo. A veces piensas sin embargo
en los observadores de ahí abajo. Te asomas y una gota tibia y pesada resbala
por tu cuello. Y luego otra. Ves esos pequeños puntos negros en el suelo, te
los imaginas subiéndose el cuello de la chaqueta, hasta te parece distinguir
sus caras vueltas hacia arriba, desafiando a la lluvia, envidiándote. Algunos
están inmóviles, otros recorren, como hacías tú, el pequeño territorio de su
vigilia. No puedes dejar de mirar. Es importante hacerlo. Fíjate bien, ¿me ves
a mí? El de las gafas redondas, junto a la caseta de las herramientas. Tal vez
me recuerdes. Estudié contigo. Yo también soy filólogo y también espero.
FIN
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