lunes, 6 de octubre de 2014

1 PREMIO: "LA VIGILIA DE LOS PRECIPITADOS" DE SANTIAGO CASERO GONZÁLEZ (CIUDAD REAL)



Quién te mandaría estudiar filología, de qué te vale eso en este momento. Mírate ahora, contemplando con expresión de admiración pero también de rencor el enorme esqueleto del edificio, una especie de monstruo fabuloso de ávidos ojos compuestos que parece a punto de devorarte. La triste paradoja es que estás ahí abajo, a sus pies, con el intenso anhelo de ser engullido por él, de fatigar las tripas de sus escaleras desnudas, de trepar por los huesos de sus andamios, de danzar en fin entre los colosales garfios de las grúas igual que ves hacer allá arriba a aquellos otros hombres, semidioses de las vigas y el acero.

No es sólo que los envidies por el mero hecho de disfrutar de un trabajo de héroes en estos tiempos infaustos de mediocridad y miseria sino sobre todo por la naturalidad con que aparentemente se desempeñan en el mismo. Lo cierto es que tú deseas encontrarte allí en lo alto con ellos tanto como temes que tu ineptitud para ese empleo quede en evidencia. Es ahí donde sospechas que todos tus saberes filológicos, toda tu erudición muerta, aquellos autores que estudiaste, extintos y remotos, enterrados por los siglos, no solamente resultarían inútiles sino incluso nocivos. Y que además todo el mundo se daría cuenta. No tardarían en aparecer las primeras dudas, las insinuaciones y los sarcasmos: ¿Qué hace un filólogo levantando el armazón de un rascacielos? ¿Es que no hay nadie mejor para esta tarea de titanes?

Sin embargo, todo eso no hace que desees menos conseguir ese empleo. Lo necesitas. Nora ha empezado a impacientarse. De hecho ha sido ella la primera que ha sugerido la inutilidad de la filología. “La estupidez de esa elección”, ha dicho. La verdad es que no estás seguro de a qué se ha podido referir. Quieres creer  que lamenta el día en que elegiste esos estudios contra el parecer de tu padre, quien habría preferido que, como unigénito, fueses su sucesor en el negocio familiar de ferretería ahora en manos de otros con menos ínfulas que tú. Quién iba a pensar que aceptar aquel humilde almacén de muelles y tuercas era heredar un reino. Ahora, cuando la miseria llama a tu puerta, piensas que tal vez, al renunciar a aquello, cometiste uno de los mayores errores de tu vida.

Sin embargo, algunas veces has temido que Nora esté hablando en realidad de su propia estupidez al preferirte. Tal vez deplore así el error de haber consentido irse a vivir contigo. No es que hayan faltado en vuestra relación momentos dichosos, o al menos barruntos de esperanza aunque ésta haya luego resultado infundada. Recuerdas los días en que paseabais por el parque proyectando un futuro que tendría que haberse asemejado a ese edificio que ahora tienes ante ti, un cuerpo que crece afianzado en sus sólidos cimientos, y no a esa especie de ansiedad que te hace aguardar ahí abajo no sabes todavía bien qué. O tal vez sí lo sabes, tal vez lo has sabido siempre, aunque se haya hecho evidente luego de que hayas visto precipitarse al primer obrero. Ha caído lejos, junto al depósito de fuel, pero te diriges hacia allí sin pensar. Te acercas al cuerpo. Te da la impresión de que el hombre sonríe estúpidamente, de que incluso quisiera hablar. Pero es imposible. No te fijas en más detalles porque los ojos se te nublan de pronto y ya no ves nada más. Sólo escuchas unos pasos, voces que se interrogan, pero parecen proceder del interior de uno de esos bidones que usan los trabajadores para calentarse las manos en invierno.

De pronto recuerdas qué estás haciendo allí y sales corriendo hacia el contenedor que hace las veces de oficina de contratación. Corres pero no vas solo. A tu lado escuchas pasos ansiosos, zapatos que baten la tierra con énfasis. No quieres mirar. Y una respiración afanosa, rítmica. No quieres mirar. No puedes olvidar el rostro del precipitado, su sonrisa sin motivo. Alcanzas los primeros escalones de metal que suben a la plataforma del contenedor. No quieres mirar pero sabes que el otro o los otros se han rendido cuando dejas de sentir su aliento. Ahora llevas la cabeza alta, enseña de un orgullo triste. Ves el cielo de repente: amenaza lluvia. Subes. La certeza de tu triunfo te proporciona un poco de serenidad pero al mismo tiempo el corazón te salta en la jaula del pecho, sube por tu garganta. La puerta está sólo medio abierta, la luz encendida, siempre encendida para iluminar el estrecho cajón convertido en oficina. Apenas unos metros te separan del umbral, apenas unos segundos para dejar atrás la vida rastrera y paciente de observador. Nora estará contenta. Pero pasa algo. Una sombra cubre poco a poco la brecha de luz de la puerta entreabierta, alguien se acerca, lo ves, ya lo estás viendo: un hombre abre del todo la puerta y sonríe. Sale. Lleva un papel en la mano que blande ante tus ojos. Ves el sello de la empresa, la rúbrica del contrato, el cartel, la puerta que se cierra…

Al día siguiente estás otra vez allí. Esperando, contemplando. Recuerdas la bronca con Nora la noche anterior, sus reproches francos, ciertas insinuaciones que todavía no se atreve a aclarar. Has querido explicarle lo que pasó, decirle que hiciste todo lo que estuvo en tu mano, que otro se te adelantó por poco, pero aceptas que tal vez no le falte razón para estar enfadada: con su salario no os llega. Apenas el sueldo mínimo y el máximo horario limpiando oficinas en el centro de la ciudad. Lo cierto es que ella también debió de equivocarse un día porque en un cajón de la cómoda reposa un título de psicología que nunca ha podido utilizar, pero al menos ella sí tiene empleo. “Qué estupidez de elección”, repite siempre. Nunca sabrás por qué lo dice. No te atreves a preguntarle.

A veces piensas que estás ahí, junto a ese edificio y no otro, sólo porque está lejos de tu casa. La distancia te serena un poco, quizá hasta te consuele, no sabes por qué. Pero se trata de una distancia extraña porque es algo más que física. No se mide en kilómetros ni se recorre en vehículo. Es más bien una distancia cordial, la sensación en fin de que cada día estás más lejos del corazón de Nora.

Ahora has sacado un cigarrillo y fumas con parsimonia pensando en estas cosas. Falsa templanza: descubres que te tiembla la mano en la que sostienes el tabaco y que la otra se debate en el interior de tu bolsillo como si fuese un conejo atrapado en un saco. Miras hacia arriba: otra vez parece a punto de llover. Entonces ves desplomarse a otro obrero.

Ha caído mucho más cerca que el anterior, con una lentitud hipnótica, aunque de forma inexplicable la caída se ha acelerado en los últimos metros. Esta vez has podido verlo bien: ha pasado ante tu retina como la tira de imágenes de un cinematógrafo antiguo, como esos monigotes que dibujabas de niño en el borde de las páginas de un cuaderno que luego hojeabas deprisa para que las figuras cobraran movimiento. Y después el ruido. El pobre hombre no ha dicho nada, no se ha lamentado ni mucho menos ha gritado. Era como si supiera que eso era lo que tenía que pasar. Pero su cuerpo sí ha sonado. Nunca has oído nada igual. Intentas compararlo con algún otro sonido conocido para aliviar un poco el espanto, pero no eres capaz. Es un ruido definitivo, de cosas que se desordenan para siempre. Afortunadamente esta vez no lo ves en el suelo porque unos sacos de cemento te lo impiden. Ves correr a algunos trabajadores con las manos en la cabeza, escuchas sus lamentos. Otros obreros se asoman allá en lo alto. Aunque están muy lejos, jurarías que la expresión de estos es de indiferencia. Alguien habla ahora junto al cadáver pero tú ya no puedes oír lo que dice porque corres de nuevo a la oficina.

Esta vez has reaccionado más deprisa, no te has dejado seducir por el deseo de ver el cuerpo estrellado en el asfalto, su sonrisa falsa, su mudo canto de sirena. Eso hacen los muertos, piensas mientras corres hacia el contenedor: nos atraen con esa inmovilidad presuntuosa y perfecta, quizá quieren que nos parezcamos a ellos. Pero ahora no puedes perder tiempo. Ya ves la oficina. En esta ocasión nadie compite contigo, vas solo, incluso te permites ralentizar la carrera, llegas caminando hasta la escalerilla metálica. Levantas de nuevo la cabeza, como la otra vez. Pronto lloverá, no hay duda. El cielo lleva todos estos días amenazando con arrojar algo pesado y sucio. Te subes entonces el cuello de la chaqueta y bajas la vista pero sólo para descubrir que la puerta está cerrada. Y el cartel que ya conoces: “Plantilla completa. Hasta nuevas necesidades del servicio, no se admiten trabajadores”.

No sabes cómo ha podido pasar si todo ha ocurrido tan deprisa, cómo has podido llegar tarde si no has visto a nadie delante de ti, pero los días siguientes entiendes una cosa: no estás solo en tu vigilia de precipitados. Hay muchos otros que a lo largo del perímetro del edificio parecen aguardar lo mismo que tú: que caiga un obrero. Lo has descubierto por aburrimiento. Has dado un paseo alrededor del edificio, cansado de esperar, buscando nuevos ángulos de visión, diferentes puntos de fuga, y has ido encontrando a esos otros observadores apostados entre los montones de arena, las hormigoneras y las garitas para vestirse y guardar material. Son muy parecidos a ti. Fuman, hablan solos, se ponen la cabeza entre las manos. Uno incluso, junto a la caseta de las herramientas, te saluda alzando las cejas tras los cristales de sus gafas redondas en un gesto de complicidad. Tal vez a ellos también los esperan en casa, tal vez ellos tampoco quieren regresar demasiado temprano.

Al final, vuelves a tu sitio. Lo llamas así: “mi sitio”. Has descubierto que tienes un sitio que los demás respetan, y a cambio ellos sólo piden ser igualmente respetados. Por eso, cuando ha caído ese obrero al otro lado del edificio, no has hecho nada. Has sabido que aquel cadáver le pertenecía al sujeto de la chaqueta gastada de cuadros que siempre espera junto a los retretes portátiles y que el trabajo debía ser para él. Te consuelas: sólo tienes que dar tiempo a que caiga tu obrero, que lo haga a tus pies, y el trabajo será tuyo.

Entretienes la espera fumando, recorriendo en círculo los pocos metros cuadrados de tu demarcación imaginaria, mirando el cielo. Sigue sin llover, aunque es muy posible que lo haga pronto. Las nubes tienen ahora el color del hormigón fresco y parecen suspendidas por grúas que las transportan muy despacio desde la ciudad. Quizá allí esté lloviendo ya. Nora debe de estar saliendo ahora de su trabajo. La imaginas bajo su paraguas en dirección a vuestra casa, arrastrando los pies como hace últimamente. Debe de ser el cansancio de su jornada laboral, la edad, la desesperanza. Antes no era así, cuando la conociste. Piensas: Ojalá hoy esté de buenas. No como ayer. Pero es que ayer tenía motivos. Lo que sucedió ayer lo cambia todo. “Estoy embarazada”, te ha dicho. No estaba alegre, eso lo has notado enseguida. Más que darte una noticia dichosa parecía que comunicara el parte de un accidente. Lo cierto es que tú sólo has podido pensar entonces en una cosa: necesitas el empleo más que nunca.

Con esta idea en la cabeza, tus convicciones empiezan a flaquear: de repente serías capaz de arrebatarle el muerto a cualquiera. De hecho, has visto precipitarse a un obrero en la cara sur del edificio y has dudado si salir corriendo a la oficina de contratación, justo cuando otro trabajador ha caído delante de ti. Éste es tuyo. Ahora no puedes dudar: corres, corres, corres. Llegas al barracón con la boca abierta y la lengua fuera, intentando atrapar la más mínima ración de aire que puedas para que tus pulmones se ventilen. La sangre te golpea en las sienes, en las órbitas de los ojos. Afortunadamente la puerta está abierta y la luz encendida, como siempre, en pleno día. Hay un hombre sentado cómodamente tras una mesa. Es un individuo grueso que da la impresión de vivir ahí. Tiene a su lado una botella y un par de vasos sucios. Y un cenicero lleno de colillas. Te recibe con una sonrisa tras el cigarrillo encendido en sus labios. Pareciera que te estuviera esperando. De hecho, tiene preparado un papel sobre la mesa que empuja hacia ti tan pronto te ve entrar. Y una pluma. Por un instante tienes una sensación agridulce. No, no es por el cadáver que te va a proporcionar ese trabajo. Por el obrero que ha caído sólo sientes agradecimiento. Es lo menos que puedes hacer. Piensas en la manera en que están siendo tratados los precipitados. Al principio todo eran lamentos y palabras de desconsuelo ante el cadáver todavía caliente, sobre todo por parte de sus compañeros, que, luego de haberlo visto caer, se arracimaban a su alrededor e improvisaban allí mismo una suerte de honras fúnebres. Pero los capataces lo han prohibido enseguida. Han dicho que se perdía demasiado tiempo, que total qué se podía hacer ya. Por eso te permites ese breve segundo de homenaje callado hacia tu precipitado antes de firmar el contrato. Es entonces cuando llega uno de esos capataces. Precisamente. Lleva sobre su hinchada barriga un bonito cinturón de cuero con herramientas y entra sin llamar.  Se sirve de la botella en uno de los dos vasos sucios, bebe y después se limpia la boca. Te mira y sonríe. Te quita de las manos el papel que acabas de firmar. El gerente lo mira a él con los ojos entrecerrados, dejando que el humo de su cigarrillo le vele los rasgos de la cara. “No va a hacer falta”, dice el capataz. El gerente da entonces una palmada de alegría. El capataz le explica al gerente que el último precipitado no ha muerto. Sólo tiene las piernas rotas, tal vez el cuello. Puede quedar inválido pero ha podido hablar y dice que quiere seguir trabajando. Naturalmente, cobrará una cuarta parte de lo que cobraba pero hará su trabajo. El gerente y el capataz hablan sin mirarte. Es como si no estuvieras ahí. Ves al gerente romper en dos partes, y luego en cuatro, y luego tirar a su papelera el documento de tu contrato mientras sales por la puerta. La cierras por fuera. El cartel se ha caído al suelo. Lo cuelgas en el clavo: “Plantilla completa…”. Miras el cielo. Pronto lloverá.

Hoy no te apetece seguir ahí afuera esperando, pero es demasiado pronto para volver a casa, así que empiezas a andar en dirección a la ciudad hasta que encuentras un bar. Pides un café y miras la televisión. Las cosas están mejorando, dice alguien en la pantalla. La bolsa sube, el dinero cambia de mano, los dos equipos de la ciudad se enfrentarán el sábado en un partido decisivo. Poco a poco el local empieza a llenarse de gente. Son los obreros. Así que aquí es donde se reúnen después del trabajo… Llegan sucios, despeinados, con el rostro curtido por el aire que sopla allá arriba en el edificio. Algunos llevan sus cinturones de herramientas ahora sin herramientas. No hablan demasiado. A pesar de todo, no puedes evitar envidiarlos. Los envidias tanto que sientes un profundo dolor en el pecho. Y ganas de llorar. Tienes que salir del bar.

Ya en casa, Nora parece más contenta que otras veces pero luego llora toda la noche abrazada a ti. Piensas en un náufrago abrazado a un madero. Un madero enmohecido por la humedad. Tú no puedes dormir. Te levantas de la cama mucho antes que ningún día. Aún no ha salido el sol pero te vistes en silencio y te encaminas a pie hasta el edificio. Por el camino te detienes en el bar de los trabajadores. Ya están ahí, bebiendo café y escuchando en silencio las noticias en el televisor. Te acercas a uno de ellos, a cualquiera. Es un muchacho joven. Ojalá no tenga una familia, una mujer que espere un hijo. Hablas con él como si tú también trabajaras en el edificio. “Trabajo en la planta treinta y dos”, le dices. “Mi mujer está embarazada”. “Enhorabuena”, te responde con indiferencia. Le pagas el café. “Otro día me invitas tú, esto es lo normal entre compañeros, ¿no?”. Por un instante sientes que formas parte de aquello. 

Es la hora. Salís juntos del bar, llegáis al edificio. Miras a tu alrededor: ya están ahí también los otros observadores, esperando, como cada día. No quieres mirarlos, no quieres que te miren. Entras en el recinto de la obra junto al obrero que has conocido en el bar. En silencio. Mirando al suelo. Nadie nota nada. Ya estás dentro del esqueleto del monstruo. Encuentras un casco sobre unos sacos de yeso, te lo pones en la cabeza con naturalidad. Por fin sientes lo que se siente subiendo por sus escaleras en construcción, asomándote al vacío de sus paredes todavía desnudas. El obrero llega entonces a su piso, a la planta en la que desempeña su trabajo. Tú tendrías que seguir subiendo pero te detienes. Dejas que los otros trabajadores pasen a tu lado, te entretienes encendiendo un cigarrillo. De pronto estás solo en un rincón, observando discretamente al muchacho. Alimenta una hormigonera con paladas de grava, cemento y arena como un titán que luchara para crear el mundo de la nada. Esperas. Miras al cielo, pero ahora desde una perspectiva diferente. Está muy oscuro y parece que pudiera tocarse con una mano. Pasan unos minutos. Hay una coreografía de obreros aplicándose a su tarea, pero, por fin, el muchacho se queda solo. Entonces te acercas a él. Él te mira. Debe de preguntarse qué haces ahí. No estás seguro. Lo único que sabes es que ese es un buen lugar. Lo has estudiado bien y estás convencido de que ahí hay un punto ciego: nadie lo ve caer, nadie puede saber que lo has empujado.

Con una sensación de paz olvidada bajas enseguida las escaleras, fumando, canturreando, dejas el casco donde lo habías encontrado y te diriges a la oficina de contratación. Quitas el cartel de la puerta y entras. El gerente te mira con desprecio. “Necesitan un trabajador”, le dices. Ahora te mira con curiosidad. “Pregunte”, le señalas el teléfono. Estas muy sereno. “Ha caído junto a la máquina excavadora”. El sujeto levanta el aparato y marca despacio sin dejar de observarte. Pregunta, espera, asiente con la cabeza sin quitarse la colilla de los labios y cuelga. Abre un cajón, saca un papel y lo empuja por encima de la mesa. Ahora está sonriendo con sorna, mostrando los dientes, a punto de reír, pero eso a ti te da igual. Lo que importa es que no tardarás en estar ahí arriba de verdad, sin necesidad de fingir. Con una hermosa correa de cuero llena de pesadas herramientas.

Quizá por eso trabajas con entusiasmo desde el primer momento, sin descanso. No necesitas que el capataz te sermonee. Eres feliz. Qué hermoso te parece ahora contemplarlo todo desde ahí arriba.  De vez en cuando miras en dirección a la ciudad y te acuerdas de Nora, de tu hijo. Estás deseando volver a casa para contárselo todo. A veces piensas sin embargo en los observadores de ahí abajo. Te asomas y una gota tibia y pesada resbala por tu cuello. Y luego otra. Ves esos pequeños puntos negros en el suelo, te los imaginas subiéndose el cuello de la chaqueta, hasta te parece distinguir sus caras vueltas hacia arriba, desafiando a la lluvia, envidiándote. Algunos están inmóviles, otros recorren, como hacías tú, el pequeño territorio de su vigilia. No puedes dejar de mirar. Es importante hacerlo. Fíjate bien, ¿me ves a mí? El de las gafas redondas, junto a la caseta de las herramientas. Tal vez me recuerdes. Estudié contigo. Yo también soy filólogo y también espero.  

FIN

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