lunes, 6 de octubre de 2014

1 PREMIO: "LA VIGILIA DE LOS PRECIPITADOS" DE SANTIAGO CASERO GONZÁLEZ (CIUDAD REAL)



Quién te mandaría estudiar filología, de qué te vale eso en este momento. Mírate ahora, contemplando con expresión de admiración pero también de rencor el enorme esqueleto del edificio, una especie de monstruo fabuloso de ávidos ojos compuestos que parece a punto de devorarte. La triste paradoja es que estás ahí abajo, a sus pies, con el intenso anhelo de ser engullido por él, de fatigar las tripas de sus escaleras desnudas, de trepar por los huesos de sus andamios, de danzar en fin entre los colosales garfios de las grúas igual que ves hacer allá arriba a aquellos otros hombres, semidioses de las vigas y el acero.

No es sólo que los envidies por el mero hecho de disfrutar de un trabajo de héroes en estos tiempos infaustos de mediocridad y miseria sino sobre todo por la naturalidad con que aparentemente se desempeñan en el mismo. Lo cierto es que tú deseas encontrarte allí en lo alto con ellos tanto como temes que tu ineptitud para ese empleo quede en evidencia. Es ahí donde sospechas que todos tus saberes filológicos, toda tu erudición muerta, aquellos autores que estudiaste, extintos y remotos, enterrados por los siglos, no solamente resultarían inútiles sino incluso nocivos. Y que además todo el mundo se daría cuenta. No tardarían en aparecer las primeras dudas, las insinuaciones y los sarcasmos: ¿Qué hace un filólogo levantando el armazón de un rascacielos? ¿Es que no hay nadie mejor para esta tarea de titanes?

Sin embargo, todo eso no hace que desees menos conseguir ese empleo. Lo necesitas. Nora ha empezado a impacientarse. De hecho ha sido ella la primera que ha sugerido la inutilidad de la filología. “La estupidez de esa elección”, ha dicho. La verdad es que no estás seguro de a qué se ha podido referir. Quieres creer  que lamenta el día en que elegiste esos estudios contra el parecer de tu padre, quien habría preferido que, como unigénito, fueses su sucesor en el negocio familiar de ferretería ahora en manos de otros con menos ínfulas que tú. Quién iba a pensar que aceptar aquel humilde almacén de muelles y tuercas era heredar un reino. Ahora, cuando la miseria llama a tu puerta, piensas que tal vez, al renunciar a aquello, cometiste uno de los mayores errores de tu vida.

Sin embargo, algunas veces has temido que Nora esté hablando en realidad de su propia estupidez al preferirte. Tal vez deplore así el error de haber consentido irse a vivir contigo. No es que hayan faltado en vuestra relación momentos dichosos, o al menos barruntos de esperanza aunque ésta haya luego resultado infundada. Recuerdas los días en que paseabais por el parque proyectando un futuro que tendría que haberse asemejado a ese edificio que ahora tienes ante ti, un cuerpo que crece afianzado en sus sólidos cimientos, y no a esa especie de ansiedad que te hace aguardar ahí abajo no sabes todavía bien qué. O tal vez sí lo sabes, tal vez lo has sabido siempre, aunque se haya hecho evidente luego de que hayas visto precipitarse al primer obrero. Ha caído lejos, junto al depósito de fuel, pero te diriges hacia allí sin pensar. Te acercas al cuerpo. Te da la impresión de que el hombre sonríe estúpidamente, de que incluso quisiera hablar. Pero es imposible. No te fijas en más detalles porque los ojos se te nublan de pronto y ya no ves nada más. Sólo escuchas unos pasos, voces que se interrogan, pero parecen proceder del interior de uno de esos bidones que usan los trabajadores para calentarse las manos en invierno.

De pronto recuerdas qué estás haciendo allí y sales corriendo hacia el contenedor que hace las veces de oficina de contratación. Corres pero no vas solo. A tu lado escuchas pasos ansiosos, zapatos que baten la tierra con énfasis. No quieres mirar. Y una respiración afanosa, rítmica. No quieres mirar. No puedes olvidar el rostro del precipitado, su sonrisa sin motivo. Alcanzas los primeros escalones de metal que suben a la plataforma del contenedor. No quieres mirar pero sabes que el otro o los otros se han rendido cuando dejas de sentir su aliento. Ahora llevas la cabeza alta, enseña de un orgullo triste. Ves el cielo de repente: amenaza lluvia. Subes. La certeza de tu triunfo te proporciona un poco de serenidad pero al mismo tiempo el corazón te salta en la jaula del pecho, sube por tu garganta. La puerta está sólo medio abierta, la luz encendida, siempre encendida para iluminar el estrecho cajón convertido en oficina. Apenas unos metros te separan del umbral, apenas unos segundos para dejar atrás la vida rastrera y paciente de observador. Nora estará contenta. Pero pasa algo. Una sombra cubre poco a poco la brecha de luz de la puerta entreabierta, alguien se acerca, lo ves, ya lo estás viendo: un hombre abre del todo la puerta y sonríe. Sale. Lleva un papel en la mano que blande ante tus ojos. Ves el sello de la empresa, la rúbrica del contrato, el cartel, la puerta que se cierra…

Al día siguiente estás otra vez allí. Esperando, contemplando. Recuerdas la bronca con Nora la noche anterior, sus reproches francos, ciertas insinuaciones que todavía no se atreve a aclarar. Has querido explicarle lo que pasó, decirle que hiciste todo lo que estuvo en tu mano, que otro se te adelantó por poco, pero aceptas que tal vez no le falte razón para estar enfadada: con su salario no os llega. Apenas el sueldo mínimo y el máximo horario limpiando oficinas en el centro de la ciudad. Lo cierto es que ella también debió de equivocarse un día porque en un cajón de la cómoda reposa un título de psicología que nunca ha podido utilizar, pero al menos ella sí tiene empleo. “Qué estupidez de elección”, repite siempre. Nunca sabrás por qué lo dice. No te atreves a preguntarle.

A veces piensas que estás ahí, junto a ese edificio y no otro, sólo porque está lejos de tu casa. La distancia te serena un poco, quizá hasta te consuele, no sabes por qué. Pero se trata de una distancia extraña porque es algo más que física. No se mide en kilómetros ni se recorre en vehículo. Es más bien una distancia cordial, la sensación en fin de que cada día estás más lejos del corazón de Nora.

Ahora has sacado un cigarrillo y fumas con parsimonia pensando en estas cosas. Falsa templanza: descubres que te tiembla la mano en la que sostienes el tabaco y que la otra se debate en el interior de tu bolsillo como si fuese un conejo atrapado en un saco. Miras hacia arriba: otra vez parece a punto de llover. Entonces ves desplomarse a otro obrero.

Ha caído mucho más cerca que el anterior, con una lentitud hipnótica, aunque de forma inexplicable la caída se ha acelerado en los últimos metros. Esta vez has podido verlo bien: ha pasado ante tu retina como la tira de imágenes de un cinematógrafo antiguo, como esos monigotes que dibujabas de niño en el borde de las páginas de un cuaderno que luego hojeabas deprisa para que las figuras cobraran movimiento. Y después el ruido. El pobre hombre no ha dicho nada, no se ha lamentado ni mucho menos ha gritado. Era como si supiera que eso era lo que tenía que pasar. Pero su cuerpo sí ha sonado. Nunca has oído nada igual. Intentas compararlo con algún otro sonido conocido para aliviar un poco el espanto, pero no eres capaz. Es un ruido definitivo, de cosas que se desordenan para siempre. Afortunadamente esta vez no lo ves en el suelo porque unos sacos de cemento te lo impiden. Ves correr a algunos trabajadores con las manos en la cabeza, escuchas sus lamentos. Otros obreros se asoman allá en lo alto. Aunque están muy lejos, jurarías que la expresión de estos es de indiferencia. Alguien habla ahora junto al cadáver pero tú ya no puedes oír lo que dice porque corres de nuevo a la oficina.

Esta vez has reaccionado más deprisa, no te has dejado seducir por el deseo de ver el cuerpo estrellado en el asfalto, su sonrisa falsa, su mudo canto de sirena. Eso hacen los muertos, piensas mientras corres hacia el contenedor: nos atraen con esa inmovilidad presuntuosa y perfecta, quizá quieren que nos parezcamos a ellos. Pero ahora no puedes perder tiempo. Ya ves la oficina. En esta ocasión nadie compite contigo, vas solo, incluso te permites ralentizar la carrera, llegas caminando hasta la escalerilla metálica. Levantas de nuevo la cabeza, como la otra vez. Pronto lloverá, no hay duda. El cielo lleva todos estos días amenazando con arrojar algo pesado y sucio. Te subes entonces el cuello de la chaqueta y bajas la vista pero sólo para descubrir que la puerta está cerrada. Y el cartel que ya conoces: “Plantilla completa. Hasta nuevas necesidades del servicio, no se admiten trabajadores”.

No sabes cómo ha podido pasar si todo ha ocurrido tan deprisa, cómo has podido llegar tarde si no has visto a nadie delante de ti, pero los días siguientes entiendes una cosa: no estás solo en tu vigilia de precipitados. Hay muchos otros que a lo largo del perímetro del edificio parecen aguardar lo mismo que tú: que caiga un obrero. Lo has descubierto por aburrimiento. Has dado un paseo alrededor del edificio, cansado de esperar, buscando nuevos ángulos de visión, diferentes puntos de fuga, y has ido encontrando a esos otros observadores apostados entre los montones de arena, las hormigoneras y las garitas para vestirse y guardar material. Son muy parecidos a ti. Fuman, hablan solos, se ponen la cabeza entre las manos. Uno incluso, junto a la caseta de las herramientas, te saluda alzando las cejas tras los cristales de sus gafas redondas en un gesto de complicidad. Tal vez a ellos también los esperan en casa, tal vez ellos tampoco quieren regresar demasiado temprano.

Al final, vuelves a tu sitio. Lo llamas así: “mi sitio”. Has descubierto que tienes un sitio que los demás respetan, y a cambio ellos sólo piden ser igualmente respetados. Por eso, cuando ha caído ese obrero al otro lado del edificio, no has hecho nada. Has sabido que aquel cadáver le pertenecía al sujeto de la chaqueta gastada de cuadros que siempre espera junto a los retretes portátiles y que el trabajo debía ser para él. Te consuelas: sólo tienes que dar tiempo a que caiga tu obrero, que lo haga a tus pies, y el trabajo será tuyo.

Entretienes la espera fumando, recorriendo en círculo los pocos metros cuadrados de tu demarcación imaginaria, mirando el cielo. Sigue sin llover, aunque es muy posible que lo haga pronto. Las nubes tienen ahora el color del hormigón fresco y parecen suspendidas por grúas que las transportan muy despacio desde la ciudad. Quizá allí esté lloviendo ya. Nora debe de estar saliendo ahora de su trabajo. La imaginas bajo su paraguas en dirección a vuestra casa, arrastrando los pies como hace últimamente. Debe de ser el cansancio de su jornada laboral, la edad, la desesperanza. Antes no era así, cuando la conociste. Piensas: Ojalá hoy esté de buenas. No como ayer. Pero es que ayer tenía motivos. Lo que sucedió ayer lo cambia todo. “Estoy embarazada”, te ha dicho. No estaba alegre, eso lo has notado enseguida. Más que darte una noticia dichosa parecía que comunicara el parte de un accidente. Lo cierto es que tú sólo has podido pensar entonces en una cosa: necesitas el empleo más que nunca.

Con esta idea en la cabeza, tus convicciones empiezan a flaquear: de repente serías capaz de arrebatarle el muerto a cualquiera. De hecho, has visto precipitarse a un obrero en la cara sur del edificio y has dudado si salir corriendo a la oficina de contratación, justo cuando otro trabajador ha caído delante de ti. Éste es tuyo. Ahora no puedes dudar: corres, corres, corres. Llegas al barracón con la boca abierta y la lengua fuera, intentando atrapar la más mínima ración de aire que puedas para que tus pulmones se ventilen. La sangre te golpea en las sienes, en las órbitas de los ojos. Afortunadamente la puerta está abierta y la luz encendida, como siempre, en pleno día. Hay un hombre sentado cómodamente tras una mesa. Es un individuo grueso que da la impresión de vivir ahí. Tiene a su lado una botella y un par de vasos sucios. Y un cenicero lleno de colillas. Te recibe con una sonrisa tras el cigarrillo encendido en sus labios. Pareciera que te estuviera esperando. De hecho, tiene preparado un papel sobre la mesa que empuja hacia ti tan pronto te ve entrar. Y una pluma. Por un instante tienes una sensación agridulce. No, no es por el cadáver que te va a proporcionar ese trabajo. Por el obrero que ha caído sólo sientes agradecimiento. Es lo menos que puedes hacer. Piensas en la manera en que están siendo tratados los precipitados. Al principio todo eran lamentos y palabras de desconsuelo ante el cadáver todavía caliente, sobre todo por parte de sus compañeros, que, luego de haberlo visto caer, se arracimaban a su alrededor e improvisaban allí mismo una suerte de honras fúnebres. Pero los capataces lo han prohibido enseguida. Han dicho que se perdía demasiado tiempo, que total qué se podía hacer ya. Por eso te permites ese breve segundo de homenaje callado hacia tu precipitado antes de firmar el contrato. Es entonces cuando llega uno de esos capataces. Precisamente. Lleva sobre su hinchada barriga un bonito cinturón de cuero con herramientas y entra sin llamar.  Se sirve de la botella en uno de los dos vasos sucios, bebe y después se limpia la boca. Te mira y sonríe. Te quita de las manos el papel que acabas de firmar. El gerente lo mira a él con los ojos entrecerrados, dejando que el humo de su cigarrillo le vele los rasgos de la cara. “No va a hacer falta”, dice el capataz. El gerente da entonces una palmada de alegría. El capataz le explica al gerente que el último precipitado no ha muerto. Sólo tiene las piernas rotas, tal vez el cuello. Puede quedar inválido pero ha podido hablar y dice que quiere seguir trabajando. Naturalmente, cobrará una cuarta parte de lo que cobraba pero hará su trabajo. El gerente y el capataz hablan sin mirarte. Es como si no estuvieras ahí. Ves al gerente romper en dos partes, y luego en cuatro, y luego tirar a su papelera el documento de tu contrato mientras sales por la puerta. La cierras por fuera. El cartel se ha caído al suelo. Lo cuelgas en el clavo: “Plantilla completa…”. Miras el cielo. Pronto lloverá.

Hoy no te apetece seguir ahí afuera esperando, pero es demasiado pronto para volver a casa, así que empiezas a andar en dirección a la ciudad hasta que encuentras un bar. Pides un café y miras la televisión. Las cosas están mejorando, dice alguien en la pantalla. La bolsa sube, el dinero cambia de mano, los dos equipos de la ciudad se enfrentarán el sábado en un partido decisivo. Poco a poco el local empieza a llenarse de gente. Son los obreros. Así que aquí es donde se reúnen después del trabajo… Llegan sucios, despeinados, con el rostro curtido por el aire que sopla allá arriba en el edificio. Algunos llevan sus cinturones de herramientas ahora sin herramientas. No hablan demasiado. A pesar de todo, no puedes evitar envidiarlos. Los envidias tanto que sientes un profundo dolor en el pecho. Y ganas de llorar. Tienes que salir del bar.

Ya en casa, Nora parece más contenta que otras veces pero luego llora toda la noche abrazada a ti. Piensas en un náufrago abrazado a un madero. Un madero enmohecido por la humedad. Tú no puedes dormir. Te levantas de la cama mucho antes que ningún día. Aún no ha salido el sol pero te vistes en silencio y te encaminas a pie hasta el edificio. Por el camino te detienes en el bar de los trabajadores. Ya están ahí, bebiendo café y escuchando en silencio las noticias en el televisor. Te acercas a uno de ellos, a cualquiera. Es un muchacho joven. Ojalá no tenga una familia, una mujer que espere un hijo. Hablas con él como si tú también trabajaras en el edificio. “Trabajo en la planta treinta y dos”, le dices. “Mi mujer está embarazada”. “Enhorabuena”, te responde con indiferencia. Le pagas el café. “Otro día me invitas tú, esto es lo normal entre compañeros, ¿no?”. Por un instante sientes que formas parte de aquello. 

Es la hora. Salís juntos del bar, llegáis al edificio. Miras a tu alrededor: ya están ahí también los otros observadores, esperando, como cada día. No quieres mirarlos, no quieres que te miren. Entras en el recinto de la obra junto al obrero que has conocido en el bar. En silencio. Mirando al suelo. Nadie nota nada. Ya estás dentro del esqueleto del monstruo. Encuentras un casco sobre unos sacos de yeso, te lo pones en la cabeza con naturalidad. Por fin sientes lo que se siente subiendo por sus escaleras en construcción, asomándote al vacío de sus paredes todavía desnudas. El obrero llega entonces a su piso, a la planta en la que desempeña su trabajo. Tú tendrías que seguir subiendo pero te detienes. Dejas que los otros trabajadores pasen a tu lado, te entretienes encendiendo un cigarrillo. De pronto estás solo en un rincón, observando discretamente al muchacho. Alimenta una hormigonera con paladas de grava, cemento y arena como un titán que luchara para crear el mundo de la nada. Esperas. Miras al cielo, pero ahora desde una perspectiva diferente. Está muy oscuro y parece que pudiera tocarse con una mano. Pasan unos minutos. Hay una coreografía de obreros aplicándose a su tarea, pero, por fin, el muchacho se queda solo. Entonces te acercas a él. Él te mira. Debe de preguntarse qué haces ahí. No estás seguro. Lo único que sabes es que ese es un buen lugar. Lo has estudiado bien y estás convencido de que ahí hay un punto ciego: nadie lo ve caer, nadie puede saber que lo has empujado.

Con una sensación de paz olvidada bajas enseguida las escaleras, fumando, canturreando, dejas el casco donde lo habías encontrado y te diriges a la oficina de contratación. Quitas el cartel de la puerta y entras. El gerente te mira con desprecio. “Necesitan un trabajador”, le dices. Ahora te mira con curiosidad. “Pregunte”, le señalas el teléfono. Estas muy sereno. “Ha caído junto a la máquina excavadora”. El sujeto levanta el aparato y marca despacio sin dejar de observarte. Pregunta, espera, asiente con la cabeza sin quitarse la colilla de los labios y cuelga. Abre un cajón, saca un papel y lo empuja por encima de la mesa. Ahora está sonriendo con sorna, mostrando los dientes, a punto de reír, pero eso a ti te da igual. Lo que importa es que no tardarás en estar ahí arriba de verdad, sin necesidad de fingir. Con una hermosa correa de cuero llena de pesadas herramientas.

Quizá por eso trabajas con entusiasmo desde el primer momento, sin descanso. No necesitas que el capataz te sermonee. Eres feliz. Qué hermoso te parece ahora contemplarlo todo desde ahí arriba.  De vez en cuando miras en dirección a la ciudad y te acuerdas de Nora, de tu hijo. Estás deseando volver a casa para contárselo todo. A veces piensas sin embargo en los observadores de ahí abajo. Te asomas y una gota tibia y pesada resbala por tu cuello. Y luego otra. Ves esos pequeños puntos negros en el suelo, te los imaginas subiéndose el cuello de la chaqueta, hasta te parece distinguir sus caras vueltas hacia arriba, desafiando a la lluvia, envidiándote. Algunos están inmóviles, otros recorren, como hacías tú, el pequeño territorio de su vigilia. No puedes dejar de mirar. Es importante hacerlo. Fíjate bien, ¿me ves a mí? El de las gafas redondas, junto a la caseta de las herramientas. Tal vez me recuerdes. Estudié contigo. Yo también soy filólogo y también espero.  

FIN

2º PREMIO: "TANTAS COSAS BELLAS" DE CARMEN HERRERA CASTILLO (MADRID)



Vasco Woldhuis se fijó en la joven griega nada más llegar al Côte de Sable, cuando él y su familia subían por la teatral escalinata de mármol siguiendo a un valet camino de sus habitaciones. Fue como el romper de una ola. Vestida con un conjunto de tenis masculino, la joven pasó trotando escalinata abajo, segura y elástica, desprendiendo un aroma que hirió a Vasco en el pecho y enturbió sus ojos cansados por el largo viaje, primero en ferrocarril nocturno a Saint Tropez, y luego, cuando el sol ya comenzaba a sangrar sobre la costa, en un Bentley con chófer en el que su hermana se había mareado. Su timidez le impidió preguntarle el nombre a la joven. Tuvo que ser ella la que un par de días más tarde se acercara y le propusiera jugar un partido de tenis. Al día siguiente, mientras los dos flotaban juntos en las cálidas aguas del Mediterráneo, Vasco Woldhuis se dio cuenta de que se había enamorado por primera vez.

El mar era una flor líquida y verde. Apenas soplaba el viento. La playa, que se extendía hasta el jardín trasero del hotel, congregaba sobre su arena a una corte de bañistas políglota y burguesa llegada de todos los rincones de Europa para extenderse bajo el azulísimo cielo francés, sin inhibiciones, en un ritual solar colectivo que borraba las fronteras impuestas por la nacionalidad.

Dominando la escena, se alzaba un bosque de torrecillas, chapiteles modernistas y ventanas en el estilo de Gaudí, de Horta o de Peksens. Era el Côte de Sable. El hotel le había sido recomendado a meneer Woldhuis por el mismísimo meneer Philips, dueño de la fábrica de bombillas y radios de Eindhoven donde el padre de Vasco ocupaba un cargo directivo. Como buen holandés, Huub Woldhuis se preciaba de tener vista de halcón para las oportunidades. Ahora, mientras su cuerpo blanquecino flotaba junto a la figura caoba de Delia Constantinou, Vasco aprobó con satisfacción el buen criterio de su padre.

No había otros bañistas en el agua con ellos. Tan sólo unos botes pintados de azul salpicaban, aquí y allí, la bahía, mientras que en la arena, la siempre vigilante institutriz de la joven daba cabezadas frente a un lienzo con un paisaje a medio acabar. El sol ardía en su punto más alto. Desde que entraron en el agua, Delia le había estado hablando de su pasión por los caballos y los coches, de su desprecio por el solfeo, y de esas opiniones sobre la libertad que tanta urgencia cobran a los quince años. Pero Vasco apenas escuchaba. Su mente trataba de no volver una y otra vez sobre esos dos brotes duros y constelados que se insinuaban bajo el bañador de la joven. Era desconcertante. Delia tenía la fuerza del sol de mediodía. Su conversación irradiaba luminosidad y, sin embargo, Vasco había entrado en un espacio mental de sombra. Aquí, protegido por la penumbra, Vasco le quitaba el bañador a la joven y, quebrando su inexperiencia, contemplaba por primera vez la obra de ese dolor profundo y dulce, esa fuerza que rellena las aureolas infantiles colmándolas de luz, volviéndolas deliciosamente pesadas y abundantes.

Las palabras de Delia le sacaron de su aturdimiento.

—He pensado en contarme el pelo, ¿sabes?

Al decir esto la joven aguantó la respiración y se deslizó buceando entre las piernas de un Vasco horrorizado. Tan sólo horas antes, observándola furtivamente en el desayuno, Vasco había pensado que lo único que le faltaba a su belleza para ser completa, el último detalle para rematar su dulzura, era dejar crecer ese cabello cortado a lo garçon que bordeaba su rostro. En su mente fueron brotando argumentos para disuadir a Delia, cuando esta rompió de nuevo la superficie del agua. Sus labios mojados quedaron muy cerca de los de Vasco. Desde la orilla llegaban las voces de los vendedores ambulantes; vestidos con raídos trajes de marinero y una mano alrededor de sus bocas, anunciaban por la arena su mercancía de mejillones, erizos de mar, o almendras tostadas.

—¿Por qué no ha venido tu hermana a la playa? —preguntó Delia zambulléndose otra vez. Tenía el deje travieso de una nutria—. Sólo se la ve en las comidas.

A Vasco todo lo relacionado con su hermana mayor no le interesaba en esos momentos. Y menos después de su crisis durante la primera noche en el Côte de Sable. Aún así, tratando de imprimir indiferencia a sus palabras, Vasco explicó que Anna prefería pasar las mañanas en el hotel, «trabajando en sus cartas».

Por un lado estaban las epístolas inagotables que escribía a sus dos mejores amigas del internado de Ginebra. (Una vez, gracias a una hoja de papel secante que Anna olvidó destruir y que él leyó más tarde frente al espejo —las pálidas manchas de tinta sobre la hoja formando palabras del revés—Vasco dedujo confusamente que su hermana y sus amigas poseían ya cierta experiencia sobre el cuerpo humano, algo turbador en realidad, aunque cómo habían obtenido tal conocimiento estando internas era un misterio del todo opaco para él). Por otro lado estaban las barajas de Tarot. Anna fabricaba sus propios naipes con cartulina de Bulgaria, pintando en acuarela las figuras adivinadoras. Como ya iba siendo tradición, al comenzar el curso vendería las barajas a sus propias amigas y a las nuevas alumnas del internado. Sus padres, respondiendo a los comentarios de sus amistades, aseguraban que no veían mal alguno en alentar el espíritu emprendedor de una jovencita con inquietudes; en realidad, lo que esperaban era que esta afición mantuviera a su hija alejada de los episodios nerviosos a los que era tan proclive. Pero Vasco se guardó de compartir este detalle con su amiga.

—Vamos a verla —dijo Delia—. Quiero que me lea el futuro.

—Se pone de mal humor cuando la molestan.

Su advertencia cayó sobre la espuma; Delia ya estaba saliendo del agua. No le agradaba tener que regresar al hotel, pero incapaz de oponer resistencia, Vasco atravesó la arena llena de bañistas siguiendo a la joven. En sus piernas, en sus brazos, podía sentir esa pesadez que otorga una mañana entregado a la fuerza tremenda del agua. Con paso lento llegó hasta la hilera de casetas de madera que servían de vestidor y entró en la que su familia había alquilado. A falta de espejo para peinarse, Vasco se colocó una gorra sobre el pelo alborotado. Después, se acercó hasta el grupo de sillas donde su padre y otros hombres en traje de verano fumaban y discutían con los periódicos abiertos.

—Un colega estadounidense, diplomático también —decía un escocés de poblada barba—, me asegura que Albert Einstein ha sido elegido como el segundo hombre más extraordinario del año por los estudiantes de Princeton.

—¿Quién ha sido el primero?

—Adolf Hitler, por supuesto.

—Ah, no me extraña señores —dijo Huub Woldhuis limpiando con un pañuelo las lentes oscuras de sus anteojos—. Hitler es un hombre excepcional.

El milagro que Alemania necesitaba.Vasco puso una mano tímida en el hombro de su padre. Le dijo que regresaba. Este asintió distraído y se apresuró a responder a un periodista belga que había interpuesto una objeción.

—Se equivoca, mi buen amigo —sonrió el padre de Vasco—. No habrá guerra. Salta a la vista que Herr Hitler es un hombre de palabra. Si no, vamos a ver qué ocurre en Munich.

De camino al hotel, Delia le quitó la gorra a Vasco y se la colocó sobre el pelo mojado. Se empujaron riendo, se dieron la mano, echaron a correr. Impulsado por la energía del juego, Vasco estuvo a punto de rozar el cuello de la joven con sus labios. Pero en el fondo no se atrevía. Anhelaba las cosas dulces de este mundo con decisión— a veces incluso con desamparo, pero en el fondo se reprochaba ser un cobarde. La sombra fresca del jardín cubrió sus cuerpos.

A sus espaldas quedaron los gritos de los vendedores y el rugido del mar.

Tal y como Vasco había supuesto, Anna se encontraba en uno de los salones con su juego de acuarelas y pinceles sobre la mesa. Pero no estaba pintando. Absorta, con la vista perdida en un charco de luz de colores que se filtraba por la vidriera, Anna parecía haber entrado en otro mundo. Qué distante era a veces, tan rubia, tan pálida, tan seria, como los arcanos mayores de sus cartas o la luna glacial, concentrada en esa veta melancólica que atravesaba su ser.

La joven griega rompió su ensimismamiento. Vasco hizo las presentaciones: Delia se quitó la gorra de Vasco con una floritura y al estrechar la mano de Anna le preguntó, como si fueran amigas desde siempre, por qué había elegido un vestido de mangas largas en un día tan caluroso.

—Siéntate aquí Delia, y háblame de ti —dijo Anna con su francés delgado e impecable. De pronto, parecía extrañamente animada.

—Prefiero que tú me hables de mí —respondió Delia y señaló un mazo de cartas.

Y las cartas hablaron.

Una vez barajadas y cortadas por Delia, Anna dio la vuelta a cinco naipes que puso sobre la mesa: La Emperatriz, La Sacerdotisa, El Loco, Los Amantes y la Torre.

El corazón de Vasco se aceleró al ver la penúltima carta.

—Hay muchas mujeres en tu vida —comenzó Anna con los ojos fijos en los naipes—. Pero… aún falta la más importante.

Si le hubieran preguntado, Vasco hubiera dicho de forma rotunda que él no creía en la lectura de cartas— el Tarot, como mucho, era un juego que las colegialas con un gusto por lo truculento utilizaban para confesarse sus secretos las unas a las otras. Sin embargo, aquello que su hermana acababa de decir tenía una sombra de verdad. Delia (así se lo había contado en la playa) era la menor de cinco hermanas, todas ellas ya con marido. Su madre había muerto de gripe española cuando Delia aún no había cumplido los tres años; el señor Constantinou, un comerciante textil de Tesalónica con negocios en Estambul, contrató entonces a una institutriz francesa para que se encargara de la educación de su hija favorita.

Un poco más intrigado, Vasco esperó a que su hermana hablara sobre la penúltima carta. En ella aparecían los cuerpos desnudos de un hombre y una mujer besándose con fuerza.

En su lugar, Delia cogió la mano de Anna y comenzó a repasar las líneas de la palma.

—Yo también sé algo sobre el futuro y las personas. Mi bisabuela era una zíngara turca.

Delia acercó la mano a sus ojos oscuros. Aquel gesto y la sensación helada que bajaba ahora por el estómago de Vasco estaban relacionados. Casi de manera inevitable, el recuerdo de la última crisis de su hermana acabó imponiéndose en su mente.

Fue el día que llegaron al hotel. Anna había pasado la mañana pálida y sensible, como si fuera a ponerse a llorar en cualquier momento. Cuando su padre hizo un comentario al respecto, Anna aseguró que simplemente estaba cansada por el viaje. Pero esa noche, antes de la cena, se encerró en el baño de su cuarto, y con el filo de un espejo que había roto contra el grifo, se cortó varias veces en el antebrazo y en los muslos.

No era la primera vez que lo hacía. Pero en esta ocasión fue Vasco quién la descubrió en ropa interior, sentada sobre el suelo, con la mirada extraviada en la blancura infinita del baño.

Ahora Delia estaba peligrosamente cerca del brazo de su hermana. ¿Qué pensaría de ella si viera esa filigrana de cicatrices todavía frescas bajo la manga del vestido? El abismo y sus huellas. Pero en el fondo —Vasco estaba cada vez más seguro— eso era lo que su hermana quería; sus episodios nerviosos no eran más que una forma siniestra de llamar la atención, una manera de herir a sus padres por alguna falta que nadie acababa de comprender.

—Aquí veo un peligro… un peligro dulce e irreparable —estaba diciendo Delia—. Y te veo a ti en medio de un aposento de techos altísimos, rodeada de hombres con sombrero y bastón y sin ojos en el rostro.

Las dos muchachas se miraron en silencio, unidas todavía por la mano que Delia sujetaba. Parecían hermanas. Al contemplar su complicidad Vasco sintió ganas de estampar el vaso de los pinceles contra el suelo— pero no fue él quien puso fin a la sesión adivinatoria.

Con la pesadez de un transatlántico y un chal de seda inflándose a sus espaldas, la madre de Anna y Vasco entró arrolladora en el salón. Venía fumando, y el humo de su cigarrillo flotó hasta la mesa donde dos ancianas británicas la miraban con una mezcla de curiosidad y desprecio. Alérgica al sol e incapaz de hablar más de dos palabras en algo que no fuera holandés, se pasaba el día rodando por los salones y zonas comunes del Côte del Sable, pasando revista a los demás huéspedes para luego discutirlos con su marido, o leyendo novelas folletinescas en su habitación. Mevrouw Severine Woldhuis.

—¡Aquí estáis! Os he buscado por todo el bienaventurado hotel. ¿Sabéis lo tarde que es? Subid a cambiaros para el almuerzo. Anna, querida, tienes más ojeras ahora que esta mañana en el desayuno.

—Y tú, Severine, estás más gorda ahora que en el desayuno.

—¡Anna! ¿Cómo le dices eso a tu pobre madre? —pero el enfado de mevrouw Woldhuis era fingido—. Al contrario yo me veo más joven. ¿No notáis nada nuevo? El peluquero de este sitio hace maravillas. Vasco, preséntame a tu amigo.

—Se llama Delia —dijo Anna con lo que parecía perverso placer.

—¡Oh! Así sentada a contraluz y con esa gorra pensé que… Enchanté, Delia. Veo que os habéis estado divirtiendo. ¡Qué envidia me dais! Me niego a creer en este calor tan primitivo que hace.

La voz de mevrouw Woldhuis era una tromba de palabras repiqueteando sobre un tejado de zinc. La joven griega la miraba como si estuviera midiendo fuerzas con un adversario; Anna, por su parte, escribía ahora con una estilográfica en el dorso de una carta. Sólo Vasco parecía estar prestando algo atención.

—A pesar de estar en esa silla de ruedas y de su aspecto enfermizo es un enamorado de la vida, os lo aseguro, ¡un positivista en toda regla! —Severine hablaba de Herr Salzmann, uno de los huéspedes con el que había pasado la mañana en la terraza del hotel—. Lo sabe todo sobre vinos franceses y me ha hecho probar por lo menos siete clases distintas. ¡Siete! Imaginaros. Un perfecto caballero, con todo lo que se diga— por supuesto no me he enterado de casi nada de lo que me estaba contando. El holandés y el alemán no se parecen y no me importa lo que vuestro padre opine al respecto. Cuando ya me despedía Herr Salzmann se ha puesto a hablar de la luna. ¡Der Mond! ¡Der Vollmond! Qué hombre tan gracioso.

—El eclipse —dijo Vasco en francés—. Lo leí en el periódico el día que…

—¿No os habéis fijado en el color que tenía la luna anoche? —preguntó Delia.

—Roja —contestó Anna—. Como si un incendio estuviera arrasando sus llanuras de piedra.

—Niños —interrumpió mevrouw Woldhuis; odiaba ser excluida de las conversaciones de los demás—. Subid a vuestras habitaciones a cambiaros. Vasco ¿dónde está tu padre? Enchanté Delia, enchanté.

Y con su chal inflándose como la vela mayor de un buque, Severine Woldhuis abandonó la sala.

—Toma. Es para ti —dijo Anna poniendo la baraja de Tarot en las manos de la joven griega.

—Siempre he querido tener una.

Vasco no prestó atención a lo que estaba ocurriendo. Su mente estaba en otra parte. Pensaba en la carta de Los Amantes y en sus hermosos cuerpos desnudos.

La luz del sur abrasando las dunas. Los cruces furtivos de miradas en el comedor. Partidos de tenis. Mediodías de agua. La humedad de las tardes como una mujer masajeando las sienes de los huéspedes. El jardín oscuro con su olor a bosque. Las trompetas que hincan su acento de jazz en las noches de baile. Todo en el Côte de Sable se prestaba para que la amistad entre Vasco y Delia echara raíces. También influían en Anna que parecía más alegre, menos retraída, con una sonrisa leve siempre a punto de atrapar sus labios.

Pero Vasco era consciente de que el tiempo pasa. Pasa y lo hace de manera imperdonable. Aún tardaría en llegar, aún era un horizonte lejano, pero cada vez que pensaba en el fin del mes de vacaciones (una fecha que proclamaba la vuelta a los cielos lluviosos del norte de Europa, a las aulas frías, a las cenas en el salón apagado de su casa), Vasco sentía una angustia que arruinaba el placer del helado que estuviera disfrutando, o el cosquilleo que le inundaba al hacer reír a Delia. ¿Cuándo se atrevería a dejar de ser un crío? ¿Tendría que esperar mucho hasta que se presentara la ocasión, el momento de cogerla de la mano y atraerla hacia sí? Vasco le tenía miedo a la respuesta. Noche tras noche volvía a su cuarto reprochándose su cobardía, y su felicidad se desmoronaba.

Curiosamente, este era un sentimiento opuesto al que sentía en la cama instantes después: nada más entrar en la reverberación húmeda del sueño, su cuerpo era invadido por imágenes extremas y deliciosas. Delia tumbada en el asiento de cuero de un Bentley, el conjunto de tenis y su ropa interior arrugadas en el suelo del coche. Sus pechos pequeños y firmes en la mano de Vasco. Sus labios con sabor a sal. Esa sombra de vello creciendo entre sus piernas que Vasco acariciaba con todo el cuidado del mundo.

Por la mañana despertaba rígido y atravesado por un dolor hormigueante. Y antes de dejar el calor pegajoso de las sábanas se hacía la misma promesa que quedaba siempre incumplida: hoy sería el día. Hoy mediría sus fuerzas con Delia Constantinou.

Su padre discutía a voces con el anciano de la silla de ruedas cuando a Vasco se le ocurrió la idea de alquilar las bicicletas. Los tres estaban sentados en la terraza del hotel— de hecho, había sido Ephraim Salzmann quien invitara a padre e hijo a unirse a su mesa. El día había amanecido con nubes. Apenas había bañistas en el mar revuelto. Cuando la conversación llegó al tema de la política, Huub Woldhuis felicitó al anciano vienés por la unión de Austria con Alemania.

—Muy señor mío —respondió Salzmann con una voz de pronto gélida—, el día en que el coche de Hitler entró en Braunau eché al cierre a mi periódico, hice las maletas y salí de Viena. Y no pienso volver mientras la escoria nazi siga allí.

Lo que Huub Woldhuis dijo a continuación enfureció al anciano e, irremediablemente, estalló la pelea. Con la mayor discreción posible Vasco abandonó la terraza. Tras conseguir permiso y unos cuantos francos de su madre para alquilar las bicicletas, Vasco invitó a Delia a dar un paseo antes de cenar. Ojalá mejore el tiempo, pensó. Pero en el fondo poco le importaban las nubes. Quería estar a solas con Delia, alejarla de las miradas indiscretas del hotel y, rodeados por la tarde marítima al pie de algún faro o al final de una escollera, atraerla contra su cuerpo y volverse por fin un hombre.

En el último momento sin embargo se les añadió Anna. Aunque Vasco sospechaba que se trataba de una maniobra de su madre, tener que sufrir a Anna como carabina le enfureció tanto que apenas se alegró al ver a Delia. Tampoco dijo nada al darse cuenta de que venía vestida con pantalones cortos, tirantes y una camisa de cuadros que le quedaba grande.

—Pareces un vendedor de periódicos —dijo Anna—. ¿De dónde has sacado esa ropa?

—Es lo más cómodo para montar en bicicleta ¿no crees?

Por decisión de Delia, los tres subieron una colina desde la que se divisaba Saint Tropez y la masa plomiza y revuelta del mar. Un viento fuerte, con olor a tierra mojada, azotaba la costa soplando en dirección contraria a los ciclistas; pedalear se volvió un suplicio. Al pie de la colina, los campos de amapola parecía imitar el movimiento de la marea; barridas por la fuerza del aire, las cabezas rojas de las flores se ondulaban como crestas de un océano oxidado.

En la cima, agotados por el esfuerzo y con la piel encogida por el frío, los tres se tumbaron sobre la hierba, hombro con hombro. Los enormes nubarrones tenían ahora el mismo color que un plato de ostras, pensó Vasco.

—Oléis igual. Los dos —dijo de pronto Delia. La joven hundió su nariz en el cuello de Anna y después en el de él—. Leche tibia con azúcar y galletas.

Niños buenos del norte que se van pronto a la cama.

Sentir los labios de Delia tan cerca de su cuello estremeció a Vasco. El enfado aflojó un poco su nudo. Quizás queriendo dejarles un espacio de intimidad, su hermana parecía haber entrado en uno de sus mundos interiores, lejos de la colina y del cielo gris.

—Mi padre ha leído en el periódico que un eclipse como el de mañana no se va a repetir en cincuenta años. ¿Os imagináis dónde estaremos entonces?

Al decir esto Delia hizo una mueca que transformó su rostro en el de una mujer anciana. Vasco se echó a reír pero entonces, un gran trueno hizo retumbar la tierra y a los pocos minutos se desató una tromba de agua.

Llegaron al hotel empapados. Pero a Vasco no le importó. Una nueva tranquilidad comenzaba a extenderse por sus venas; ahora estaba claro; mañana por la noche, en la playa, durante el eclipse de luna, llegaría su momento.

El fenómeno astronómico dominó las conversaciones de todos los huéspedes al día siguiente. Durante la cena, meneer Woldhuis sugirió a su mujer llevar unos cocktails a la playa y observar desde allí el eclipse.

—¿Puede venir Delia con nosotros? —preguntó Vasco.

—No me gusta que paséis tanto tiempo con esa niña —dijo Severine Woldhuis—. Más que una señorita parece un potro salvaje. Anna, querida, haz el favor de no hacer tanto ruido con los cubiertos.

Anna tragó despacio, bebió de su copa llena de agua y se rozó los labios con la servilleta. Su contestación, pronunciada con la más exquisita compostura, conmocionó a los otros tres miembros de la familia Woldhuis. ¿De dónde venía ese estallido de suciedad y rebeldía? Sus padres tenían una sonrisa helada en los labios, como si no hubieran escuchado bien; pero Vasco enrojeció con violencia al pensar en el lugar donde Anna le había dicho a su madre que podía meterse el tenedor y el cuchillo.

—Anna —dijo meneer Woldhuis— sube inmediatamente a tu habitación. ¡Ahora!

Temiendo una nueva crisis, Severine obligó a Vasco a quedarse en la habitación con Anna hasta que ellos volvieran de ver el eclipse. Este accedió a regañadientes pero no estaba dispuesto a dejar que su hermana le arruinara la noche.

—No te tienes que preocupar por mí —contestó Anna irritada cuando Vasco comenzó a quejarse—. No voy a hacer nada. Puedes irte tranquilo. ¡Vete! Quiero estar sola.

Y diciendo esto lo empujó fuera del cuarto y echó el pestillo de la puerta. Una mezcla de anticipación y de nervios llenó a Vasco cuando salió del hotel. Hacía buena noche. La playa estaba abarrotada por familias de huéspedes y gente del pueblo que observaban cómo un párpado de oscuridad comenzaba ya a cubrir el ojo de la luna.

Vasco comenzó a buscar con la mirada ansiosa a Delia. Justo en el momento en que un susurro de admiración sacudió a la multitud (el disco lunar había quedado completamente a oscuras), Vasco reparó en una figura con vestido blanco que entraba en una de las casetas de madera que había al final de la playa. Era Delia.

Se dirigió hacia allí y por su mente pasaron las imágenes que en ocasiones le asaltaban en sueños, el recuerdo de la joven en la escalinata, las horas flotando juntos en el mar, tantas cosas bellas contenidas en la promesa del verano.

Ha llegado el momento, se dijo Vasco. El corazón le golpeaba con fuerza. La oscuridad en el interior de la caseta era total, pero aún así, no le fue difícil intuir el calor de Delia. Agazapada en aquel recinto parecía estar esperándole.

—Hueles a leche tibia con azúcar y galletas —se escuchó la voz de la joven—. Ven. Te he estado esperando.

Era imposible ver nada pero Vasco sintió una mano que cogía la suya y tiraba suavemente. Iba a resultar más fácil de lo que pensaba.

Suaves, unos labios se posaron sobre su boca. Un fogonazo atravesó su cuerpo.

Y entonces, de improviso, el momento se desvaneció. Delia se escabulló entre sus brazos. Con fuerza le apartó de si, empujándolo contra los tablones de madera.

—¡Vasco! ¿Qué haces aquí?

La oscuridad de la caseta pareció llenarse entonces con todos los sonidos de la noche: el murmullo de la multitud, el crujir de la arena bajo un par de botas, la exhalación del mar y, por encima de todo, el tambor de sus dos respiraciones que crecían en aquel espacio reducido, ocupándolo todo, consumiendo el oxígeno, volviendo la oscuridad opresiva.

Vasco sintió casi un instante fugaz de alivio cuando Delia abrió la puerta de la caseta y salió corriendo, sin decir palabra. La brisa salada de la noche irrumpió entonces en la oscuridad del vestuario y se condensó en sus ojos.

Sobre la arena, los huéspedes del hotel continuaban con la mirada vuelta hacia arriba. Una corona de débil fuego blanco rodeaba como un halo el agujero de sombra proyectado por la Tierra. El sol invisible, la luna y el planeta humano: tres cuerpos alineados con sincronía inquietante.

Si lo ocurrido con la joven no hubiera dejado a Vasco tan confuso como humillado, si aquel sentimiento que le oprimía el estómago no estuviera ahí, puede que Vasco se hubiera unido a la multitud en la playa, alzado también sus ojos a la bóveda ciega («Los eclipses borran por unos instantes el destino escrito en las cartas», recordó con ironía las palabras de su hermana) y, junto al resto de espectadores, su agitación habría terminado por calmarse. Pero aquel beso fugaz, cortado de raíz en su momento más dulce necesitaba ser compartido.

Por eso Vasco buscó a su hermana. La imaginó en el balcón del su cuarto, sumida en uno de sus momentos de melancolía, oculta para el mundo igual que el satélite lunar. Y recordó que ella debía conocer sin duda el funcionamiento de estas cosas, ella podría explicarle en qué se había equivocado. Una idea insistía mientras se dirigía hacia su habitación. Quizás no todo estaba perdido. Quizás Anna podría aconsejarle, revelarle las palabras que hay que decirle a una mujer para abrirla por dentro.

Movido por una nueva esperanza Vasco echó a correr. En la terraza del jardín encontró pequeños grupos de camareros, cocineras y criadas contemplando el eclipse, pero el comedor y el vestíbulo de la recepción estaban vacíos. Detrás del mostrador se encontraba el casillero de las llaves: Vasco cogió la llave de su hermana y de dos en dos subió los peldaños de la escalera. Casi sin resuello llegó hasta el pasillo de la tercera planta.

Vasco irrumpió en el cuarto sin llamar. Lo que vio entonces desgarró la raíz de su urgencia, frenándolo, volviéndole rígido.

Aún tuvieron que pasar unos instantes para que la imagen que se descargaba sobre su retina cobrara sentido en el cerebro. ¿Aquello podía ser verdad? De rodillas en la cama, con la parte delantera del camisón abierta y la cascada rubia cayendo sobre los hombros, estaba su hermana besándose en los labios con la joven griega. Piel pálida contra piel caoba. Delia y su hermana.

Las dos al borde de la edad adulta, expuestas, desencadenadas, ajenas a toda vergüenza como una entraña emancipada del cuerpo en congreso íntimo consigo misma, lavada por el mercurio de la lámpara de noche y un deseo impronunciable almacenado en la humedad de los sueños, besándose (una boca fundiéndose en la otra boca) como los amantes en la carta de Tarot.

Un espasmo sacudió a Vasco. De golpe la imagen se deshizo y entonces el significado de lo que acababa de ver asestó su hachazo. La joven griega se separó con agilidad de Anna, fue hasta el balcón y desapareció de un salto en la oscuridad más allá de la barandilla. Alarmado, Vasco se arrojó tras ella. Pero cuando se asomó al balcón pudo ver la figura segura y elástica de la joven destrepando un camino ensayado muchas veces por la cornisa y los salientes de la fachada del hotel.

Sobre la cama, teñida por el rubor de la lámpara de noche, permanecía su hermana. La expresión de placer y abandono que unos instantes antes alumbrara su rostro había desaparecido por completo. En su lugar, una dureza mineral no perdía de vista a Vasco que, confuso, se aferraba a las cortinas.

¿Por eso le había rechazado Delia? ¿Durante todas las vacaciones no había hecho más que el payaso entonces? El dolor que sentía, ese arañazo que le estaba desgarrando por dentro no podía quedar sin explicación. Sobre todo, no podía quedar sin castigo.

Vasco salió corriendo del cuarto. Ahora estaba cada vez más seguro de que detrás de lo que acababa de ocurrir se revolvía una perversidad sin nombre, un horror que profanaba los vínculos de la sangre y la naturaleza. A sus espaldas, más allá de la ventana abierta, se podía ver un filamento como el borde de una uña helada comenzando a herir las tinieblas.

Al día siguiente la familia Woldhuis terminó abruptamente sus estancia en el Côte de Sable. Regresaban a Eindhoven. La noche anterior los huéspedes de la tercera planta habían podido escuchar, hasta bien pasada la medianoche, los gritos afónicos de meneer Woldhuis encerrado en la habitación de su hija.

Como nadie entendía holandés nunca se supo qué mal había caído sobre la familia. Pálidos y silenciosos abandonaron el hotel al amanecer y Vasco, dueño de una herida invisible que ya no habría de abandonarle, pensó mientras bajaba arrastrando su maleta por la escalinata de mármol en la joven de Tesalónica.

De vuelta a casa se veía incapaz de dirigirle la palabra a su hermana. Pero la situación no duró mucho. Poco tiempo después de que meneer Woldhuis escribiera una carta enfurecida al internado exigiendo explicaciones y anunciando que su hija no iba a matricularse en el próximo curso, Anna desapareció. La policía la encontró semanas después viviendo en una pensión en el puerto de Rotterdam con una prostituta dos años mayor que ella. Aquello sólo sirvió para acelerar el final. En consulta con un eminente psiquiatra, Huub y Severine Woldhuis decidieron internar a Anna en un sanatorio a las afueras de Nijmegen, reputado por tratar con éxito el tipo de desorden del que sufría su hija. Allí permaneció casi un año, sin recibir apenas visitas.

Una mañana de septiembre Anna se abrió las venas.

Vasco nunca lo olvidaría. Ese mismo día, antes del amanecer, Hitler invadió Polonia.